Las llamas del Infierno y otras historias
A lo largo y ancho de México, desde tiempos antiguos, se han suscitado hechos sangrientos que han derivado en historias aterradoras, donde lo inexplicable sirve de marco común.
Asesinos, demonios, brujas, usureros y toda una serie de personajes ambiciosos y maléficos deambulan por las páginas de estas historias.
Les comparto uno de mis relatos preferidos de este libro: «Las llamas del Infierno». Una versión de esta historia forma parte también de mi obra Leyendas de la Inquisición, publicada en papel por Editores Mexicanos Unidos y ahora disponible también en Amazon, tanto en versión digital como para imprimir.
Las llamas del Infierno (Veracruz)
La ira parecía flotar sobre el valle callado, silencioso, cuando aquel muchacho que había estado a las órdenes de la Santa Inquisición lo atravesaba con pesado andar. En sus ojos se adivinaba la miseria moral. Repugnaba mirarlo. Estaba en el momento en que el suicidio le parecía una opción, pero había pecado tanto en su horrenda labor como verdugo que pensaba que no debía, como un cobarde, huir del castigo, sino entregarse a él, por ello volteaba de vez en cuando y pedía al Demonio que se le manifestara, pero sólo el silencio le respondía.
El pueblo natal al fondo, casi invisible por la neblina, no significaba un consuelo. Volvía, pero falto de alma, y a un hogar ya sin padres ni hermanos, heredero de ruinas y maleza.
Perros famélicos vinieron a su encuentro antes de pisar la primera calle, bestias de pelo ralo mostrando el costillar, sus colmillos babeantes, su ira y su hambre. El joven Álvaro pasó entre ellos sin precaución alguna, sintió colmillos como dagas rozar su piel; ni siquiera se cubrió los oídos ante los fuertes ladridos.
En las cárceles del Santo Oficio, se había encargado de arrancar confesiones mediante cuerdas, palos, clavos y todo lo que pudiera herir hasta casi matar. Y lo hacía no tanto por la paga. Durante una noche de insomnio descubrió, alarmado, que en realidad le placía punzar cuerpos, cortar, desgarrar. Pero hacía poco sintió la atracción por una dama de sociedad que viera en el rezo. La persiguió por las calles de la Ciudad de México y la perdió entre la gente y los carruajes en la esquina del Portal de Mercaderes y Plateros. A partir de entonces no pudo dejar de pensar en ella, ni siquiera en medio de sus inhumanas faenas.
No en pocas ocasiones vio a la jovencita acompañada de un elegante y apuesto caballero que le hablaba muy cerca del oído mientras llevaba de las bridas un hermoso caballo blanco, con gualdrapa de terciopelo rojo sobre las ancas, bordada con hilo de oro. Sintió el joven Álvaro perder todas sus esperanzas de conquista. ¿Cómo se había atrevido a pensar siquiera en que podría obtener el amor de la hermosa joven?
Pero el Diablo pareció acomodar las cosas para llevar a la dama a las manos de su joven sirviente, pues no se podía calificar de otro modo a quien torturaba sin piedad a desconocidos, quienes muchas veces sin culpa alguna iban a dar a las cárceles de la Inquisición. En efecto, bastaba una ligera sospecha, envidia, ambición o trazas de rencor para que se señalara como enemigos de la fe a los caballeros y damas más piadosos que pudiera haber en la Nueva España.
Resultó que la dama, de nombre Marina de San Martín, fue obligada por su padre a ingresar a un convento, pues el joven caballero con quien pretendía casarse era descendiente de un enemigo jurado de su familia desde varias generaciones atrás.
Ya enclaustrada, la jovencita oyó de otras lo sucedido en Salamanca, España, y en Arequipa, Perú, acerca de monjas que pudieron escapar de la vida monacal haciendo pasar a un cadáver por ellas.
–¿Cómo fue eso posible? –se interesó ella vivamente.
Se le enteró entonces de que Santa Teresa hablaba en un pasaje de una monja que vistió con su hábito un cadáver; así, mientras enterraban a éste con su nombre, la religiosa huía con un amante, poniendo enorme distancia entre ellos y los alguaciles del Santo Oficio. Esto le dio la idea a una monja carmelita de Perú de incinerar un cadáver en su celda y desaparecer. Entonces se libraría de ser buscada y podría así iniciar una vida completamente nueva.
–Aunque ha de saber, doña Marina –le dijo una obesa monja de ya no pocos años, pariente de la portera– que la de Arequipa no salió bien librada. Sucedió que actuó con torpeza y la Inquisición limeña por poco le hace pagar caro su delito.
–¡Dios mío! –Marina se llevó las manos a las mejillas y puso un gesto de espanto–, pues ¿qué le pasó?
–Se le sometió a juicio, mas la libró de sufrir consecuencias un tío con influencia en el Santo Oficio. Lo que es muy cierto es que a la pobre la sociedad de Arequipa siempre la vio mal, por haber huido del modo en que lo hizo de un convento de carmelitas.
–Y ¿cómo metió el cadáver a su celda?, y ¿de quién era?
–La ayudó una esclava que llevaba víveres al convento, la cual cobró mucho dinero por conseguir el cuerpo. Parece que halló el de una pobre india ahogada.
Luego de escuchar tales historias, el resto de aquel día y parte de la noche, Marina no pudo dormir, preparando su plan de escape.
Con un librero ambulante que visitó el convento, pudo enviar, a cambio de unas monedas, un mensaje a su amado, el cual no tuvo empacho en robar un cadáver de un hospital. La monja obesa consiguió que la portera dejara meter el cuerpo. Todo parecía marchar perfectamente, pero cuando doña Marina cambiaba de ropas con el cadáver, llegaron hasta su celda las autoridades inquisitoriales, a quienes había dado aviso el librero a cambio de unas cuantas monedas más.
Cuando, amarrada con sogas, llegó la bella joven a las cárceles de la Inquisición, Álvaro sintió darle un vuelco el corazón al reconocerla. ¿Ayudarla a escapar?, pensó en principio de cuentas. ¡De ningún modo!, se dijo resueltamente, pues ella no sabría agradecérselo, por pertenecer él al pueblo bajo; antes bien, la hermosa mujer se fugaría con su amante a otras tierras.
Entonces fraguó un malévolo plan.
Cuando se quedó a solas con ella, y a pesar de no haber recibido aún la orden de proceder a la tortura, la hizo sufrir las peores vejaciones. De poco valió la dulce voz con que doña Marina suplicaba clemencia. Esa misma tarde la ultrajó cuantas veces quiso y le arrancó la lengua para que no hablara. Casi moribunda y desnuda del todo, la metió en el “toro de Fálaris” para acabar con ella. Esta tortura final era muy antigua, pero novedosa en la Nueva España. Se trataba de meter a la víctima en un toro hueco de metal y poner éste sobre las llamas hasta alcanzar el rojo vivo. Mucho antes de llegar a ese punto, la víctima gritaba de tal modo que su voz salía por la boca del animal como si fueran potentes mugidos.
La muchacha lanzó un aullido una sola vez y calló para siempre. Dios la había bendecido con la debilidad del corazón, así que, antes que por el calor, la bella dama murió de un infarto. Así de grande fue la misericordia del Señor con quien pecara sólo por amor.
Cumplida su macabra labor, el joven verdugo cayó de bruces sobre el piso de la sala de tortura, pegajoso por los diversos humores que de los cuerpos arrancaban los instrumentos de tortura, y lloró arrepintiéndose mil veces de lo que había hecho.
Lo que más deseó entonces fue perderse bajo tierra, de modo que se borrara toda huella de su paso por el mundo. No pedía misericordia, sólo quería terminar con el ser que más odiaba en este mundo: ¡él mismo! Pero luego reconsideró: ¡no!, lo que debía hacer era buscar a quien le hiciera sufrir lo que doña Marina había padecido, pero no podía ir por allí solicitando que se le torturara.
Fuera de sí, recorría ahora su pueblo natal de arriba a abajo y empezó a dormir en las calles, pese a haber heredado la casona de sus padres. Con el tiempo fue repudiado por todo el pueblo, por su mal aspecto y locura.
Sucedió que poco después pasó el inquisidor Rodolfo Mandujano en su carruaje. Tras él dos indígenas conducían una gran carreta.
–¿Qué lleva ahí, buen hombre? –preguntó un curioso.
–Un toro –contestó Mandujano con una sonrisa.
–¿Y será de lidia?
–No. Vean ustedes –el inquisidor se complació en mostrarles a todos los circunstantes el toro de Fálaris, que refulgió ante los rayos del Sol. Su aspecto era realmente dantesco y de él escapaba un tufillo más que desagradable.
–¡Qué horror!
Se le hicieron varias preguntas sobre esa fea carga, el hombre respondió parcamente y se alejó de la muchedumbre para buscar alojamiento.
Al día siguiente ya no estaban los extraños, pero tampoco el mendigo, cuyo nombre todos habían olvidado.
Rodolfo Mandujano seguía camino al puerto de Veracruz, pues se le había ordenado embarcarse para España y devolver el metálico instrumento de tortura a su vendedor. La razón era que el Inquisidor general consideraba “exagerado” al toro. Pero Mandujano, que se había quedado deseoso de usar el aparato, para oír “mugir” a las víctimas, quiso alegrarse el camino oyendo a un hombre quejarse por estarse asando dentro de él debido al quemante sol, y así, había escogido a aquel mendigo del último pueblo que había visitado y que a nadie parecía importar: el joven Álvaro.
Éste “mugió” durante horas encerrado en el estrecho toro de Fálaris, suplicando que le dieran muerte, y se arrepintió una y mil veces de sus pecados y de haber creído que sentiría aliviada su alma si era torturado.
Luego de varios días, don Rodolfo Mandujano decidió poner al toro sobre la leña seca que sus indios habían reunido y encendido; entonces los “mugidos aumentaron”, arrancando carcajadas al inquisidor, quien pidió a sus ayudantes quitar el aparato de las llamas poco antes de que el mendigo pereciera y dejarlo enfriar, para ponerlo de nuevo al fuego, y así varias veces.
Álvaro, cuando podía pensar, se repetía: “¡Las llamas del Infierno! ¡Así han de ser las llamas eternas!”, y suplicaba a Dios que le enviara pronto la muerte.
El joven llegó vivo al barco que llevaría al inquisidor a España y éste ordenó que lo sacaran del toro cuando estaba ya en la bodega. Se tapó la nariz con un paño ante el infecto olor que escapó del interior y sintió enorme curiosidad por ver el aspecto del infeliz, el cual era realmente repulsivo: estaba lleno de llagas putrefactas, tumbado entre sus orines y excremento.
–¿Será posible que no hayas muerto aún de sed ni de hambre? –le dijo sonriente don Mandujano–. Llevas varios días sin tragar nada y no te mueres, malnacido.
–Máteme –fue lo único que pudo musitar Álvaro.
–¡Bah! Al Diablo contigo –dijo el inquisidor y lo metió a patadas de nuevo en el toro. Días después el navío enfrentó una tormenta que lo hizo naufragar. Al fin Dios había escuchado las plegarias de Álvaro, que así se perdió en los abismos marinos para siempre.