Hubo una vez en el país de los renos uno que se distinguía por su estatura, menor a la de los demás jóvenes de su edad, pero sobre todo por su nariz: ¡ésta brillaba en la oscuridad! Pero eso, en lugar de ganarle respeto, hacía que se burlaran de él.
–¿Quién te puso ese foco? –le preguntaban algunos y se reían.
–Hey, Rodolfo –le decían otros–, ven a alumbrar aquí, que he perdido mis llaves.
Cada año, al acercarse la noche buena, Santa Claus visitaba la región y escogía a los nueve renos más fuertes. Algunos repetían año con año ese honor y eran vistos como ídolos. Por eso las jovencitas les pedían autógrafos y hasta se desmayaban al verlos caminar gallardamente hacia el trineo lleno de regalos, donde Santa los amarraba para que lo llevaran a recorrer el mundo.
Rodolfo lo observaba todo con admiración, pero también con cierta envidia.
–¿Cuándo llegará el día en que me escoja a mí? –se decía, poco antes de ver elevarse el trineo.
–Ay, Rodolfito –le dijo su amiga Irene–. No te preocupes. Sé que algún día tú guiarás a Santa.
–Sí, yo también lo creo. Gracias por darme ánimos.
–Para eso son los amigos –respondió ella y le acarició la cabeza.
Pero hubo una Nochebuena en que, al estar atando Santa Claus a los nueve renos, se desató una tremenda tormenta que oscureció todo el entorno.
–¡Caramba! –se dijo Santa sujetándose el gorro para que el aire no se lo arrancara de su blanca melena–, con este tiempo será difícil que salgamos de aquí. Podríamos perdernos e ir a dar a regiones muy alejadas de la civilización.
Todos los renos veían con temor al cielo e imaginaban todo tipo de peligros si iban a dar a lugares oscuros e inexplorados.
–Esperemos un tiempo –propuso Santa Claus–, y quizá mejore el clima.
Pero pasó una hora y la tormenta seguía soplando. Santa miró la hora en su reloj.
–No hay remedio, tendremos que partir, o los niños se quedarán sin sus regalos de navidad.
–Un momento –dijo uno de los renos que más se habían burlado de Rodolfo–. Hay alguien que puede ayudar en estas circunstancias. Así que me quitaré el arnés y le ofreceré mi sitio.
Una luz roja brilló más fuerte, de la emoción, entre la multitud que observaba.
–¿De quién hablas? –preguntó Santa.
Adivinando de qué se trataba, Irene gritó:
–Habla de alguien que tiene una gran luz interior, que a veces sale a través de su nariz. Esa luz puede guiar el trineo en medio de la tormenta.
“¡Se refiere a mí!”, se dijo Rodolfo muy emocionado. En ese momento Santa vio por primera vez al humilde reno y se puso feliz de poder contar con su ayuda. –¡Jamás lo hubiera imaginado! –gritó Santa, y lo mismo se dijo Rodolfo cuando partió al frente del trineo, guiando con la lucecita de su nariz a Santa Claus para que pudiera repartir sus juguetes. Fue así que los niños de todo el mundo se llenaron de dicha, en lugar de pasar una triste navidad.