Agustín de Iturbide sin duda nació para destacar. De muy joven, recorriendo las tierras de su padre y participando en carreras de resistencia, demostró a todo mundo que su cuerpo difícilmente se doblegaba ante el esfuerzo físico. Esta gran capacidad hizo que pronto se le llamara “el Dragón de Hierro”, uno de los muchos sobrenombres que lo halagaban por describir sus cualidades innatas. A esto se sumaba el saber manejar un caballo de tal modo que sus hazañas como jinete en las batallas lo ubicaron en los terrenos de la leyenda. Y finalmente su astucia lo llevó a ser el gran libertador de México, después de haber sido uno de los más fieros enemigos de la Independencia.
Desde muy pequeño, Agustín se enfrentó a grandes peligros sin perder la calma, como notamos en la anécdota que cuenta que, cuando tenía apenas un año de edad, se incendió el cuarto en que reposaba porque una de las criadas dejó una vela encendida junto a su cuna. De inmediato el fuego creció y, ante el calor, Agustín se despertó, pero no lloró, pues no tuvo miedo, sino que se quedó fascinado con aquella circunstancia inusual y tremendamente peligrosa.
A los gritos de “¡salven al niño, que se quema!” llegó toda la servidumbre. La criada que lo sacó de ahí comentó, sorprendida, la actitud tranquila del niño ante el peligro. De hecho, ya durante la guerra de Independencia, Iturbide afirmó que el miedo no se había hecho para él.
Pero otra característica sobresaliente de él fue la crueldad. Su mismo padre refería que a temprana edad, Agustín gustaba de cortarles los dedos a las gallinas para divertirse viéndolas correr sobre sus muñones.
El padre del muchacho, Joaquín de Iturbide era vasco y su apellido, que también se escribía con Y, había sido ennoblecido por el rey Juan II de Aragón en 1440. Posteriormente, varios miembros de la familia recientemente admitida en la nobleza ocuparon altos puestos, que desempeñaron siempre del mejor modo posible. Tan buena fue su labor que sus nombres quedaron registrados en los archivos de Pamplona.
No es de extrañar que, al enterarse de los méritos de su estirpe, Agustín aspirara a dirigir los destinos de toda una nación, y nada menos que como emperador. A abrirse camino hacia el trono de México lo ayudaron su apostura, su fuerza física y sus finos modales. Su madre le había enseñado a ser refinado en todo lo que hiciera, sobre todo con las mujeres, y ello comenzó a ganarle amigos y admiradoras entre los miembros de su clase social.
Su historia está llena de lecciones que deben conocer todos los mexicanos, para evitar sus errores y aprender de sus logros.