–¡Señoras y señores, niñas y niños, pasen a ver las espantosas criaturas traídas de tierras muy lejanas! –decía aquella tarde un anciano que tenía una gran barba y que estaba parado en la entrada de una carpa del circo que acababa de llegar a aquel pueblo perdido entre altas montañas.
Arriba de esa entrada había un letrero que decía:
Los más impresionantes fenómenos de la naturaleza reunidos en un solo lugar
–¡Por poco dinero podrán observar a las rarezas más increíbles! –seguía diciendo el anciano, que tenía algo de siniestro en la expresión de su rostro.
–¡Oooh! –exclamaba la gente que se acercaba y todos se apuraban a comprar sus boletos.
–¡Yo quiero ver a esos monstruos, quiero verlos! –le decía Ángel a su papá–. Anda, aunque ya no me des dinero para dulces en mucho tiempo.
–No, hijo, no quiero tirar mi dinero en esas tonterías. Mejor súbete a los juegos mecánicos. ¿Qué tal la rueda de la fortuna o las sillas voladoras?
–Anda, mamá, convéncelo. ¡Yo quiero ver a esos fenómenos, quiero, lo quiero! –insistía el pequeño.
La señora dudaba y el padre afirmó:
–Nada más le ven la cara de tonta a la gente.
–Ajá –intervino la señora–. Sus dichosos monstruos sólo son personas con disfraces mal hechos.
Al oír todo eso, el anciano que vendía los boletos se acercó a ellos y les dijo, bastante enojado, aunque fingiendo calma:
–Escucho que no creen en nuestro espectáculo de fenómenos, ¿no es así, señores? Bien, y ¿qué les parece si dejo pasar al niño gratis para que no se pierda la oportunidad de ver a los verdaderos monstruos de nuestro circo? ¿Oyeron? ¡Monstruos de verdad! Así que sólo tendrán que comprarme dos boletos. Nunca en su vida el pequeño valiente que viene con ustedes volverá a tener una oportunidad como ésta, pues a nosotros no nos alcanzarán cien años para recorrer todos los países que quieren que los visitemos antes de volver aquí.
–Sí, ¡cómo no!, bla, bla –dijo la mamá, aburrida.
–Por favor, papá –volvió a rogar el niño–, ya dijo el señor que no le van a pagar nada por mí.
–Ay, siempre con tus caprichitos, Ángel. ¡Está bien! –el señor sacó un billete y pagó las entradas.
Ángel se metió corriendo a un pequeño cuartito en que había una niña con medio cuerpo de araña encerrada en una jaula.
–Huy. ¡Qué falsa te ves! –dijo Ángel viéndole la cara de sufrimiento, pues le pareció que no sabía actuar, pero se espantó mucho al ver que las enormes patas negras hacían movimientos muy reales–. ¡Ayayay!, qué se me hace que sí eres de verdad. Oye, niña, ¿por qué estás así, eh? ¿Te portaste mal?
–¡Yo no me porté mal, sino que estoy así porque mis papás hicieron cosas muy feas que no se pueden mencionar! –respondió ella.
–Y ¿qué te dan de comer? –preguntó él y entonces ella saltó hacia los barrotes para tratar de atraparlo con sus largas patas.
–Creo que mejor me voy de aquí. No quiero ser tu almuerzo. ¡Adiós, arañita!
Ángel visitó entonces al niño con lengua y piel de serpiente y a la cabra con dos cabezas.
–Dale de comer para que veas que las dos cabezas son de verdad –le dijo el gordo cuidador de animales ofreciéndole un manojo de hierba, pero Ángel prefirió ir hacia el fondo del pasillo, donde un letrero decía: “¡Alto! Aquí sólo pueden entrar los niños. Éste es el escondite del monstruo de la oscuridad”.
Ángel brincó asustado cuando el cuidador le puso una pesada mano en el hombro:
–Eh, ya veo que descubriste lo mejor que tenemos aquí. Ahí está la criatura más increíble del circo. Vamos, chiquillo, ¿qué esperas? ¿Acaso no eres un hombrecito valiente? ¡Ve a conocerla!
Ángel volteó a ver a sus papás, que estaban entretenidos viendo a la cabra de dos cabezas, y decidió entrar antes de que ellos se lo impidieran.
–¡Ángel! –gritó su mamá, que alcanzó a verlo y fue hacia él cuando ya atravesaba una cortina negra y sucia–, ¿qué no leíste el letrero? ¡Ángel, te estoy hablando!
El niño no respondió y siguió avanzando en la oscuridad. Parecía haber entrado en una especie de trance y sus oídos se habían cerrado para todo lo de este mundo.
El cuidador se atravesó entre la mamá y el siniestro cuarto.
–¡Un momento, señora! Creo que la que no leyó bien el letrero fue usted. Aquí sólo pueden entrar los niños. Si usted lo hace, ¡le va a ir muy mal!
–Pe… pero ¿qué está diciendo? ¿Me está usted amenazando? Óigame, qué se me hace que ustedes secuestran niños, ¡así que déjeme pasar para llevarme a mi hijo o voy a llamar a la policía!
El hombre sonrió con burla.
–Jajaja. Pues entonces… como guste. Ande, pase –se agachó y estiró los brazos para señalarle la oscura entrada–, pero no me diga que no se lo advertí.
La señora se asustó tanto que no supo qué hacer y se quedó parada, viendo la cortina negra.
Mientras tanto, Ángel caminaba con mucho cuidado en el interior oscuro de aquel lugar.
–¿Dónde estás, monstruo? –preguntó haciéndose el valiente–. Dime: ¿por qué dicen que eres el mejor del circo? ¿Te escondes en las sombras porque me tienes miedo?
Entonces se oyó una voz muy gruesa:
–No me oculto en las sombras, mi pequeño amigo, sino que yo soy la oscuridad misma; ¡y claro que no te tengo miedo!
–Ups. Creo que debí haber traído una lámpara –se dijo el niño y tragó saliva, pues se había puesto muy nervioso–, aquí de verdad que no veo ni mis narices.
De pronto sintió que su boca y su nariz se alargaban.
–Ay, pero ¿qué me está pasando? ¡Esto sí que me da mucho miedo, pero mucho!
Pensó en salir huyendo, pero no pudo mover sus piernas.
–Oye, monstruito, por favor déjame salir, ¿sí? ¡Hey, me duele más la cara! ¡Ya, por favor!
Se tocó el rostro con las dos manos y descubrió que ahora tenía un gran pico. Lleno de terror, logró moverse un poco para intentar escapar de ahí, pero una sombra lo agarró de los tobillos y lo hizo caer al piso. Trató de gritar, pero de su boca sólo salió un chillido como el graznido de un ave.
Luego, Ángel sintió que su cuello se alargaba y se llenaba de grandes arrugas, y que las uñas de sus pies crecían mucho, tanto que hasta rompieron sus zapatos. Quiso volver a hablar, pero de su mente se había borrado todo lenguaje humano.
Después de un buen rato, los papás de Ángel, al ver que su hijo no salía de ese lugar oscuro y con miedo a que los del circo fueran unos delincuentes, decidieron llamar a la policía. Un poco después llegaron varias patrullas y los oficiales arrancaron algunas cortinas del cuarto oscuro para dejar entrar la luz del sol. Solamente descubrieron palos y espejos por aquí y por allá, pero no se veía ni un rastro de Ángel.
Días después, en un país muy muy lejano, ¡Ángel era parte del espectáculo del circo, pues ahora tenía cabeza y patas de ave de rapiña!
–¡Necesitamos más monstruos, jajajaja, muchos más! –le gritaba al domador de leones el anciano que vendía los boletos–. Cada vez viene más gente y el circo necesita agrandarse.
–Sí, señor, ¡en el acto! –respondió el domador y se acercó a un par de niños, a quienes les dijo–: ¿Ya leyeron el letrero de allá? Es la parte más emocionante del circo. ¡Pero si ustedes no tienen miedo, entonces…!
–¿Qué le pasa, señor? –dijo el niño más grande y levantó más la cara para presumir–: ¡Nosotros somos los más valientes de todo este pueblo!, ¿verdad que sí, amiguito?
–¡Claro que sí, y además somos muy malos! –contestó el más pequeño poniendo cara de malvado–. Así que nadie nos puede hacer nada.
–¿Ah, sí? Pues demuéstrenlo, pequeñines. Sólo espero que sus padres no estén cerca –dijo volteando para todos lados–, pues no queremos problemas.
–Nosotros vinimos solos al circo –habló otra vez el más chico–. ¿No le acaba de decir mi amigo que somos muy valientes?
–¡Pues entonces, entren de una buena vez!
Los niños obedecieron y, ya en medio de la oscuridad, ¡no tardaron en sentir que sus cuerpos se transformaban de tal modo que no iban a querer salir de nuevo a la luz del sol, para que nadie viera que ahora estaban deformes! Pero los dueños del circo los obligaron a estar dentro de jaulas para que todo mundo los viera a plena luz del día. Lo más triste era que sus propios padres se reirían un rato de ellos, pues no los reconocerían y pensarían que eran niños extraños que sólo estaban disfrazados como monstruos. Pero al anochecer llorarían, pues una vez que se hubiera ido el circo, nunca más volverían a ver a sus amados hijos.
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