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Fedra miró extrañada a Franco cuando éste le pidió que salieran. Lo hicieron por un pasadizo secreto, alejado del ruido de las cascadas.
Charlaron un rato bajo las estrellas y de pronto dijeron al unísono:
–¡Pero yo no quiero casarme contigo!
Pablo, que los había seguido para escuchar lo que se decían, se sorprendió ante esas palabras, pero de pronto, al ver el cielo nocturno por el hueco que tenía al frente, algo golpeó aún más fuerte su entendimiento.
–¡La constelación del Pesebre!
–¿Pablo? ¿Qué haces aquí? –preguntó Franco.
Aquel no respondió, sino que quiso saber:
–¿Qué fecha es hoy?
–Treinta de abril –respondió Fedra–. ¿Por qué?
–¡La noche de Walpurgis! –gritó Pablo.
–¡Cierto! –dijo Franco–. Crions al mencionar un aquelarre no se refería a la fiesta en casa de Franz.
–¿Qué sucede? –volvió a preguntar Fedra.
–Sabemos ahora dónde están los niños –dijo Pablo.
Franco añadió:
–Y sabemos a dónde irán todos esos paganos.
–Y ¿qué es la noche de Walpurgis?
–La noche de las brujas –le respondió Pablo a Fedra–, el mayor aquelarre de estas tierras –luego volteó a ver a su com-pañero–. Pronto, Franco, debemos librar a Pedro. Fedra, aquí estarás segura. Cuida a Juan. Está débil y ha perdido su capa. No podría ir con nosotros.
–Muy bien, muy bien. Pero pronto deberé ir a buscar comida.
–Mantén a Juan aquí –pidió Franco–. Busca a Lantano. Él les proporcionará todo cuanto necesiten.
Cuando se envolvían en sus capas, Franco dijo:
–Debemos llegar a tiempo al Brocken…
–Sí, es el lugar donde es más probable que hayan ido el Minotauro y sus huestes.
–Pablo, no sé si pueda usar de nuevo la capa sin colapsar.
–¡Claro que podrás! Los hermanos no abandonan a los hermanos, y Cristo nos pide que llevemos todo a buen fin.
Ante esas palabras, Franco no lo dudó más, apretó su nueva espada y la piedra y desaparecieron.
Franz había convencido a Fouché de desempolvar la guillotina e hizo que pidiera a Napoleón financiamiento para hacer decenas más, para que la noche del 30 de abril al 1 de mayo fueran sacrificadas miles de personas. Se pregonaría que se ejecutaría a todos los sospechosos de sedición contra el primer cónsul.
Sesenta y seis máquinas del terror estuvieron terminadas el último día de abril.
Apenas oscurecía, los tambores precedieron el desfile de las guillotinas y de los verdugos. Los redobles y el movimiento de las pesadas ruedas sobre el empedrado llamaron a las puertas y ventanas a los noctámbulos y despertaron a los niños, que se sumaron a los curiosos.
El terror empezó a invadir a los parisinos ante tal espectáculo y llegaron al pánico al ver desfilar regimientos de soldados luego de que pasaran las máquinas.
El cojo Talleyrand, quien había sido obispo, había sacado de su armario su hábito episcopal, la mitra y, sonando una gran campana con ayuda de Fouché, su enemigo acérrimo, gritaba:
–¡Esta noche es la noche de la justicia! Nada tema aquel que tiene su alma libre de vicio y de traición a nuestro cónsul victorioso –decía Talleyrand, pero el Diablo reía a sus espaldas: en realidad a los militares se les había encomendado sacrificar justo a quienes tenían su alma libre de faltas. Nuevamente el engaño se adueñaba de la política francesa.
Napoleón no estaba por entonces en Francia. Se había dirigido con su ejército hacia la ciudad alemana de Erfurt para entrevistarse con el zar Alejandro con el fin de reafirmar su alianza con Rusia. El Congreso de Erfurt estaba planeado para octubre, pero el corso había pedido urgentemente que se adelantara, a lo que el zar, gran admirador suyo, accedió.