Prólogo a mi novela de ficción histórica En el laberinto, en el que hablo de los hechos reales sobrenaturales en que está basado mi libro.
¿Por qué nos llaman la atención ciertas personas y no otras? La empatía hacia ciertos seres surge de que nos identificamos con ellos, sentimos como ellos e, incluso, nos sentimos ellos, como es el caso de un joven que se viste, habla y actúa como su ídolo, y se imagina ser él hasta rayar en la locura y el ridículo.
Mi libro surge del quiebre en mi mente de la idea de unicidad. Se ha vuelto común dudar de que el individuo realmente sea indivisible. Se habla de que todos tenemos un doble y que sentimos como él, de la conexión entre gemelos y del don de la ubicuidad, así como de que existimos al mismo tiempo en otros universos, es decir, que tenemos un alter ego en cada dimensión o mundo del multiverso, cada uno desarrollando una posibilidad de nuestro ser. Y los religiosos nos dicen que somos uno con Dios (Spinoza llegó a aseverar que somos Dios) y que Padre, Hijo y Espíritu Santo son una misma persona, que cuando morimos nos fundimos de nuevo con Dios, que Él no está en los cielos, sino en nosotros. ¡Uf!, se dicen tantas cosas.
Y en cuanto al amor de pareja se habla del ser andrógino, de dos que son uno mismo, y este tipo de amor a veces se considera indestructible, al grado de que hay la convicción popular de que trasciende a la misma muerte.
Respecto a todo esto, una experiencia me ha dejado seriamente intrigado: luego de tener que separarme de mi esposa y de mis hijos, que amo, vino a mí la mujer de la que me había enamorado. Teníamos sólo una llave para entrar a casa y un día ella salió a ver a su madre y me preguntó si permanecería ahí o iría a ver a mis hijos, pues no sabía a qué hora regresaría y no quería esperarme afuera. Finalmente me pidió que decidiéramos quién tendría la llave. Murmuré algunas cosas y me entregué al trabajo en la PC.
Me quedé con la idea de que ella se había llevado la llave pero horas después vi ésta tirada junto a mi pie. La levanté y la puse sobre mi escritorio, diciéndome que ahora no podría salir, pues tendría que abrirle la puerta en cuanto llegara. Me volví a concentrar en mis labores y, cuando llegó mi pareja, entró sin que yo me despegara de la computadora. Nos saludamos y tardé en reaccionar al hecho; en una pausa le pregunté: “Oye, ¿cómo abriste?” Ella entonces tomó la llave que yo había dejado en el escritorio: “Pues con esta llave”, respondió. “Pero si no te la llevaste”, repliqué. “¿Cómo que no me la llevé? Si hasta se la enseñé a mi mamá”. Éste fue sólo uno más de los hechos extraños que me decían que ella y yo debíamos mantenernos juntos, lo que por cierto, ayudó a disminuir el dolor que a diario siento por ya no vivir con mis hijos. Había una razón para corregir el rumbo de mi vida.
En cuanto a las figuras de Napoleón y Goethe, se citan aquí frases que realmente dijeron y, respecto a Goethe, se incluyen hechos sobrenaturales que él mismo refirió.
Sobre la música de Dios de que hablo en esta novela, debo referir que me baso en una experiencia que viví con mi hermano mayor. Teníamos 8 y 10 años y un anochecer, luego de corretear por la casa a solas, nos detuvimos a contemplar el Nacimiento que mi padre estaba instalando sobre el tocador. De pronto comenzó una música como de campanas en el aire justo por encima de la silla de madera donde se pondría al Niño Jesús, a poco menos de un metro de altura. Los dos nos quedamos pasmados ante el hecho, pero yo pronto me molesté. ¡Eso no podía ser! ¿Qué clase de broma era ésa? ¿Por qué dios querría jugar con nuestras mentes infantiles? No, no, no. Ello tenía que ser un truco, y mientras hurgaba yo en los cajones, detrás del mueble, en el otro cuarto e incluso en el patio, mi hermano seguía parado ante el prodigio, en actitud de estar viendo algo en el aire, en el punto del que parecía surgir esa música, así que el fenómeno debió durar varios minutos, quizá cinco, es decir, no fue algo fugaz, como para pensar que a ambos nos habían engañado los sentidos.
Mi hermano conserva un claro recuerdo de aquello luego de varias décadas, pero nunca me he atrevido a preguntarle qué estaba viendo, pues temo que mi mente se volaría con la revelación. A mis 54 años aún me sigo preguntando por qué nos sucedió aquello. ¿Qué nos quería decir Dios o la entidad que haya sido?, la cual adivino que era buena, por la fecha y el lugar en que se dio aquel prodigio, y por la naturaleza de la música, muy bella y relajada, ejecutada por instrumentos no humanos.
¿Algún día me atreveré a preguntarle a mi hermano qué visión tuvo? En cuanto tenga el valor de hacerlo, correré a mi máquina para contarles la respuesta.