De la Colonia a inicios del siglo XX
Sin lugar a dudas, México es un país de magia y de contrastes, y su gente tiene personalidades que van de lo jocoso a lo enigmático. Tenemos grandes héroes así como brujos y chamanes, gente muy poderosa y otra muy humilde, y por esto y mucho más no es raro que hayan surgido a lo largo de los siglos cientos de historias de todo tipo entre las que abundan las que tienen un trasfondo terrorífico.
Aquí tenemos desde caballeros elegantes pero asesinos, hasta frailes vengativos, pasando por toda una galería de personajes de temperamentos violentados por el miedo y la ambición, como brujas, ladrones y mujeres vanidosas, y al igual intervienen demonios y hasta la misma muerte o el Diablo. Invitamos al amable lector a VIVIR EL VERDADERO TERROR con las leyendas aquí reunidas que abarcan varios siglos de la historia de México.
A continuación les comparto uno de los relatos más estremecedores de este libro.
El regreso de la quemada viva
Santiago Ricarte, un caballero que había participado en el proceso contra la anciana Jacinta Aguirre por hechicería, no durmió nada bien la noche en que la quemaron viva. El hombre había acudido a la Inquisición luego de descubrir, desde el piso más alto de su casa, que la vieja arrastraba pesados fardos por lo corredores de su vivienda. Días después el olor de carne descompuesta invadió el ambiente. Esto, aunado a los extraños visitantes que tenía la mujer a deshoras, los cuales llegaban en carruajes que tenían las ventanas cubiertas por cortinajes negros, decidió a don Santiago a denunciar a su vecina a las autoridades del Santo Oficio.
Se descubrió, en efecto, que la mujer escondía cadáveres de niños en el sótano de su casa. Los infantes habían desaparecido de sus casas en los barrios más pobres de la ciudad.
La mujer, luego de ser sometida a crueles tormentos, confesó que había comido las entrañas de las criaturitas en extraños ritos a la Muerte, pero de sus cómplices nada dijo.
–¡Confiesa, hechicera, quién te ayudaba a robar a los niños, quién a mantenerlos ocultos, quién a matarlos; quién más los comía junto contigo!
La mujer, con una sonrisa malévola y mirando al piso, contestó de modo cínico sólo a la última pregunta:
–Nadie, sólo la Muerte –y lanzó una risa sardónica que hizo estremecer las paredes de la sala del Santo Oficio.
–Que se le queme viva –fue la sentencia.
Luego de verla arder, don Santiago fue directo a su casa. Siendo de naturaleza nerviosa, se sentía terriblemente fatigado luego de seguir de cerca ese proceso. Se acostó temprano, pero no pudo dormir.
Después de estar dando vueltas en la cama, decidió bajar a beber algo que le calmara los nervios. En cuanto encendió una vela, creyó ver parada en la esquina de su cuarto a la vieja bruja, y del susto a punto estuvo de dejar caer la vela sobre la cama.
Salió de su habitación decidido a no volver a ella. Acomodaría algunas mantas en la sala y dormiría ahí.
Cuando bajaba las escaleras, sintió que alguien oprimía fuertemente su hombro derecho, como recargándose en él. Aterrado, no quiso voltear y bajó tan rápido como sus temblorosas y débiles piernas se lo permitieron. Entró a la cocina pero no atinó a servirse nada; todo se le caía de las manos. Entonces decidió buscar las llaves y salir de ahí. “Qué bruto he sido”, se dijo, “¿cómo pretendía descansar al lado de una casa en que han sido martirizadas y asesinadas criaturitas del Señor?”
Muy desalentado se dejó caer en una silla, al recordar que las llaves las había dejado en su habitación, y por nada del mundo pensaba volver arriba.
Unos segundos estuvo pensando en cómo salir de ahí. De súbito, un fuerte ruido en el recibidor lo hizo ponerse de pie de un salto.
–¿Habrán entrado ladrones? ¿O… o será ella?
Decidido, fue hacia el recibidor cargando en una mano una vela y en la otra su espada, que había descolgado de la pared. Una sombra se lanzó contra él y lo único que acertó a hacer fue cruzar los brazos para protegerse.
Un viento helado entró hasta sus huesos y lo entumió por segundos.
El hombre, asustado, pero también irritado porque se le atacara en su propia casa, gritó:
–¡No tengo miedo ni a la misma Muerte, así que déjame en paz!
En ese justo momento un raro fulgor lo hizo voltear hacia el techo: flotando junto al candil vio el espectro de la vieja, en cuyo rostro había una mirada cargada de infinito odio.
El hombre no lo pensó más; dejando caer la vela, se lanzó contra la ventana más próxima, para hacerla pedazos con el peso de su cuerpo y escapar de ahí. En cuestión de minutos, se hallaba corriendo despavorido por las calles.
Todo se hallaba a oscuras y silencioso, puesto que eran las tres de la madrugada, pero de pronto frente a él surgió un carruaje que parecía estar decidido a embestirlo:
–¡Eh, pare, pare! –gritó, pero el conductor no parecía hacer caso alguno, así que don Santiago se pegó cuanto pudo a un muro y así pudo librarse del fatal encuentro.
Descubrió entonces que estaba frente a la casa de don Rodrigo Sánchez, muy amigo suyo, y decidió despertarlo.
–¡Bendito sea el Cielo! –musitó en cuanto vio encenderse una vela.
Poco después, ya al calor de la chimenea y de un buen jerez, don Santiago se hallaba refiriendo a su anfitrión los extraños sucesos de esa noche, si bien minimizando el miedo que había experimentado, puesto que don Rodrigo era un caballero famoso por su valor, el cual había demostrado fehacientemente tanto en los torneos como en cualquier pleito en que estuvieran en peligro sus amigos.
Tras mucho charlar sobre otros temas, en cuanto el anfitrión vio que don Santiago se hallaba más tranquilo, lo invitó a acomodarse en una de sus habitaciones.
–De ningún modo –se negó el aludido, y pensó: “¡Maldita sea, con tantos amigos como tengo en esta ciudad, tenía que venir a dar a la casa de este fanfarrón! Se reiría de mí si me quedara refugiado en su casa esta noche, por temor a las brujas”–. De ningún modo –repitió–, esas visiones no son más que el producto de una mente insomne, así que volveré a mi hogar. Ya muchas molestias le he causado.
Don Rodrigo no pudo evitar que surgiera en su rostro una sonrisilla malintencionada. Mas se sobrepuso al gesto de burla y dijo:
–Me alegra verlo más animado.
–Así es, me siento mucho mejor.
–Al menos permítame que le preste algo de ropa de calle. Creo que no tarda en amanecer y no estaría nada bien que le vieran así…usted sabe, en paños menores.
–¡Oh, sí, claro; eso sí lo aceptaré! Se lo agradezco, y mucho.
Ya a punto de salir, su amigo lo retuvo.
–Recuerde llevarse su espada, mi buen amigo.
Atolondrado, don Santiago volvió unos pasos para tomar su arma.
–Es cierto, la olvidaba. Es una reliquia, usted sabe. Me la obsequió mi abuelo, que siempre fue un valiente. ¡Mató con ella a no sé cuántos centenares de indios decididos a todo en la toma de Tenochtitlán!
“Ah, ahora está exagerando, ¿eh?”, parecía decir la sonrisa en la cara de su amigo, así que don Santiago decidió salir de ahí cuanto antes.
Pero, ya con un pie en la calle, todavía se dio tiempo para voltear y decir:
–Un Ricarte no le tiene miedo ni a la misma Muerte.
Y ajustando la espada en el cinturón salió dando zancadas.
No bien se había sentado don Rodrigo de nuevo ante la chimenea, para terminar de beber su copa de jerez, cuando escuchó el raudo paso de un carruaje y un grito aterrador, que expresaba el dolor de la muerte. Abrió tan rápido como pudo la puerta y vio a un carruaje negro alejarse hacia la izquierda, pero no descubrió tendido sobre la calle a su amigo, como temía, sino sólo su espada. De nuevo escuchó los gritos aterradores, y al voltear de nuevo hacia su siniestra, vio que el carruaje se elevaba por los aires con sus ruedas ya de fuego, y que sobre él su amigo iba pidiendo ayuda, mientras sentadas a su lado iban la vieja que había sido quemada y una osamenta, la cual batía su mandíbula como si riera.