Y otras leyendas del México colonial (Colección Horror y Misterio)
La época posterior a la Conquista española podría llamarse la del oscurantismo de América, por comparación con la Edad Media u oscurantismo europeo que concluía en el Viejo Continente cuando arribó Cristóbal Colón a estas tierras que creyó que eran las Indias.
A los virreinatos establecidos por la Corona española en el Nuevo Mundo se trasladó el Santo Oficio o la Inquisición, con toda su carga de prejuicios, equivocadas interpretaciones de la Biblia, torturas y abusos, y ello, sobre todo en la Nueva España, territorio del México antiguo, hizo que se dispararan las supersticiones y el terror a ser acechado por brujas, demonios o por la misma Muerte.
En efecto, en el México colonial, de calles poco iluminadas y casonas con sótanos y pasadizos secretos, así como minas ricas en oro y plata que enloquecían de ambición a los hombres, se suscitaron infinidad de historias que rayan en la leyenda, muchas de las cuales hablaban de pactos con el Diablo.
Aunque se podría pensar, por lo hasta aquí dicho, que se trataba sólo de creencias absurdas de la gente, en varios casos quedaron evidencias que parecen confirmar que lo sobrenatural y maléfico se adueñó de aquella época. Lo invitamos a adentrarse en las 19 historias que hemos recogido para usted de ese México siniestro y perturbador de la Colonia. Entre otras, aquí se nos habla de la leyenda del Charro Negro y de la China Hilaria.
Enseguida, les comparto una de mis historias preferidas de este libro.
La cabeza rodante
Don Bernardo Alvar y Fuentes, conde de Lafragua y Loreto, era un apuesto caballero arrogante como el que más por tener en encomienda muchos pueblos y una renta incalculable en ducados de oro. Pero no sólo por ello se había rodeado de enemigos, sino por su mala costumbre de hablar de “vos” incluso a las personas más encumbradas de la sociedad novohispana, lo cual ellas tomaban como una gran ofensa.
–¿Quién es ese petulante? –dijo don Lucas Aldama y Rivas, un visitador del rey luego de tener la mala fortuna de hallarse con don Bernardo en la Plaza Mayor, con motivo de la ejecución a garrote vil de varios sospechosos de sedición y de algunos herejes reincidentes, que por ello vestían el sambenito negro, en que estaban pintadas las llamas del Infierno y demonios que las alimentaban.
Al oído, un clérigo le dijo a don Lucas cuanto sabía del aludido.
–Y ni siquiera se ha quitado la gorra al verme –se quejó el visitador–. Habrá que mantenerlo muy vigilado, pues no dudo que con esos antecedentes que usted me da, quiera acaudillar una rebelión contra su majestad Carlos V.
Al terminar el evento, el carruaje de don Lucas ganó el paso al caballo ricamente enjaezado de don Bernardo, y a partir de entonces nació una terrible rivalidad entre ellos. El segundo ocultó su malestar bajo una tenue sonrisa mientras se acomodaba la gorra aderezada con oro y plumas de faisán, pero por dentro juró hacer sentir miserable a aquel visitador impertinente.
No mucho después, la tarde del miércoles de Tinieblas de Semana Santa, se dio un segundo y decisivo encuentro entre aquellos caballeros, luego de que los pífanos de la guardia de alabarderos anunciaran que el virrey salía de Palacio Real para asistir a misa en la Iglesia Mayor, ya apropiadamente puesta a oscuras, según exigía la ocasión.
Esta vez, don Bernardo y los caballeros que lo acompañaban quisieron ganarle el paso al visitador del rey y a sus guardias en su camino a la misa. El evento terminó en un insulto soez y un golpe de guante dado por el funcionario real al petulante don Bernardo. El duelo se ajustó para el Domingo de Resurrección. Tal era su odio nacido de naderías, que no pareció importarles faltar el respeto a la semana de Nuestro Señor.
El encuentro se dio en el bosque de Chapultepec. Don Bernardo llevó ventaja desde el principio y terminó hiriendo con su estoque un costado del funcionario, quien cayó desangrándose sobre la hierba. Para entonces los alguaciles de la Inquisición se dirigían al sitio, enterados del sacrílego e ilegal evento.
Don Bernardo Alvar, avisado por uno de sus acompañantes de que el Santo Oficio se aproximaba, antes de intentar la huida, alcanzó a rematar al visitador con su puñal de izquierda o de misericordia, como se acostumbraba. Después montó en su caballo lo más pronto que pudo, pero no llegó muy lejos, pues fue rodeado por un grupo de jinetes, y decidió entregarse. Al ser torturados algunos de sus amigos, se les hizo jurar, en falso, que don Bernardo deseaba acabar con la autoridad virreinal y nombrarse rey, puesto que su padre y su abuelo habían contribuido a ganar esa tierra a los naturales.
Por haber pecado “contra Dios y el Rey”, según se dijo en la sentencia, se le condenó a morir decapitado, como se solía hacer con los delincuentes comunes, en especial con los más bajos salteadores de caminos.
–¡Verme rebajado a tal suerte! –lloró el arrogante don Bernardo.
El día de su ejecución, luego de confesarse y rezar los salmos penitenciales, fue sacado al escarnio público con cadenas en los pies. La gente próxima a él lo veía con gran lástima, seguros de que su implacable condena en realidad se debía a que su poder e influencia crecientes representaban un peligro para la autoridad virreinal.
Luego de que su cabeza rodó sobre el tablado tendido para tal efecto, su casa fue derruida y el terreno arado y regado con sal, para que, según se dijo en una proclama, “la mala hierba no volviera a nacer ahí”, con lo que se quería decir que se daba por terminado su linaje. Pero, de hecho, don Bernardo no había tenido hijos y a su viuda la ejecución le provocó un aborto. En donde estuviera su casona, se colocó un cartel que rezaba:
Ésta es la justicia que manda hacer Su Majestad, la Real Audiencia y el Tribunal del Santo Oficio de México.
La esposa que fuera de don Bernardo Alvar moriría al poco tiempo en la miseria, habiéndole negado el virrey una pensión por los pocos, aunque importantes servicios que don Bernardo había ofrecido a la Corona en su calidad de caballero y encomendero.
Con el tiempo, se construyó un hospicio para pobres en ese predio maldecido por la autoridad.
Una noche de tormenta, un par de monjas que se hallaban de guardia vieron rodar una cabeza barbada por las duelas del piso, dejando un reguero de sangre. La aterradora visión duró lo suficiente para que una de ellas, la de mayor edad, perdiera el sentido.
Lo que contó la más joven difícilmente fue creído, pero el suceso se repitió durante algunos años, siempre en Domingo de Resurrección, hasta que el edificio fue derruido para dejar paso a una calle hoy muy iluminada y bulliciosa.