Relatos terroríficos de traileros

Te invito a suscribirte al canal de YouTube Con M de Miedo, para que escuches una cautivadora forma de narrar estos relatos.

Nunca se sabe lo que se puede hallar al recorrer grandes distancias a solas y en medio de las sombras de la noche.

Les comparto uno de mis relatos del libro Leyendas mexicanas de terror. La tamalera asesina y otras historias, y los invito encarecidamente a visitar el excelente canal de YouTube Con M de Miedo, a cargo de Martha Patricia Guerrero, escritora y seria investigadora de lo paranormal.

La pasajera desconocida (Morelos)

Disponible en Amazon en formato electrónico y para imprimir (tapa blanda y dura). También está en forma digital en Google Play Books y como audiolibro.

Espantosa muerte encontró Juan Camilo Coronado por no creer en que los muertos nos visitan de vez en cuando. El hombre era un destacado vendedor de refacciones automotrices, y ello se debía a su forma de ser siempre práctica. Así que en su mente no había cabida para lo que él llamaba supersticiones.

Nunca hizo caso a los rumores de su hermano menor acerca de lo que pasaba en una de las curvas más pronunciadas de la carretera México-Cuernavaca.

—Por el amor de Dios, hijo —le decía doña Emiliana—, nunca pases muy de noche por ese paraje del que habla Rodolfo.

—Él está loco. Hasta ahorita no he pasado por ahí a la medianoche, pero ganas no me faltan, para demostrarle a ese ignorante que los fantasmas no existen.

En ese momento entraba al comedor el aludido, quien conducía un tráiler por las noches.

—¿Qué pasó, cómo que ignorante? Creo que clarito te conté lo que me pasó hace un mes: ¡no sé cómo se subió, si pasé junto a ella sin detenerme! Y apenas hace una semana volví a verla a la condenada, pero ahora nomás me dijo adiós con la mano, recostada en una gran piedra plana —se sentó para sorber un poco del café que ya le tenía listo doña Emiliana—. Pero quién sabe si fuera la misma. Esta mujer se veía más joven y vestía de blanco, cuando la vez que se me trepó al tráiler la vi clarito: toda arrugada y vestida de negro.

Juan Camilo lanzó una sonora carcajada y luego dijo:

—Mira, vamos a apostar algo. Tengo que quitarte lo supersticioso. Mañana tengo que hacer un viaje a Cuernavaca, pero me voy a ir ahorita mismo, ya está anocheciendo, y a eso de las doce he de pasar por esa curva que dices. Vas a ver que no voy a presenciar nada sobrenatural. ¿Quién iría a pedirme un aventón a esa hora y en ese paraje desolado?

—¡Va!, ¿qué quieres apostar?

Fijaron una cierta cantidad de dinero.

Cuando Juan alistaba documentos y artículos personales en el cuarto que compartía con Rodolfo, le preguntó a éste:

—Oye, pero… y si la veo…, ¿qué me recomiendas?

—Si te hace la parada, déjala subir en el asiento trasero y no le hagas la plática, pues te podrías volver loco con su voz de ultratumba o con el aliento fétido que sale de su boca. Eso me lo aconsejaron mis amigos traileros. Sólo deja que se suba y sigue tu viaje como si no estuviera. Cuando salgas de la curva, se irá desvaneciendo, pero no la vigiles por el retrovisor. Eso podría enfurecerla. No te pasará nada si sigues mis instrucciones. Pero si no te paras… va a procurar hacerte algún daño —y entonces le mostró el hombro derecho, en que llevaba las marcas de unos dientes—. Estuve a punto de chocar esa vez.

—¡Por esos has llevado cubierto ese hombro!

—Sí. Mamá no sabe que ese ser me atacó. Sólo le conté parte de la historia.

Juan Camilo aventó en la maleta su ropa interior, con furia por haber demostrado miedo. ¿Cómo se le había ocurrido prestar crédito a las palabras de su hermano?

—Bueno, ya me voy. Sólo te pregunté eso para ver cómo reaccionabas. Qué bárbaro, hermanito, como eres ingenuote. Y esa mordida te la ha de haber hecho una de tus novias. Bueno, adiós.

—Hasta pronto, hermanito. Y hazme caso. Si se monta en tu carro, no trates de hacerte el valiente.

—¡Que no va a pasarme nada, hombre! Y otra vez adiós.

Tras recibir la bendición de su madre, salió y puso en marcha su auto. Doña Emiliana, parada en medio de la calle, le dirigió más bendiciones, haciendo tres cruces en el aire. Después entró a su casa sumamente preocupada.

Su corazón de madre le advertía que algo espantoso estaba por ocurrir.

—No sé cómo es que consentí en dejarlo irse a esta hora —decía en voz baja.

Su hijo menor la abrazó para tranquilizarla.

—Mamá, ya sabes cómo es de terco. De ningún modo lo hubieras podido convencer de que aplazara su viaje.

Aún faltaba una hora para las doce de la noche cuando Juan se hallaba a unos cinco kilómetros de la curva fatal, así que, para hacer tiempo, detuvo el auto al lado de una fonda. Apenas entró al lugar, olió un rico café de olla y decidió pedir una humeante taza.

En la mesa de junto, un par de camioneros charlaban casi a gritos.

—¿Entonces la viste apenas ayer? —decía el que lucía una barba en que se veían ya algunas canas—. ¡Qué te dije!

El otro, lampiño y más joven, al tomar una cuchara hizo evidente que le temblaba una mano.

—No le quise hacer la parada, y de pronto sentí que el volante no me obedecía, como si alguien se hubiera apoderado de él.

—Oigan —dijo Juan Camilo—, ¿acaso hablan de la viejita fantasma que se aparece aquí adelante, en la curva?

—¿Viejita? —dijo el barbudo sorprendido—. No, mi amigo, se trata de una niña que atropellaron hace muchos años ahí donde usted dice.

—¿Niña?

—Así es. ¿Usted no ha visto nada raro, si es que ha pasado por ahí a medianoche?

—No, en realidad no… Bueno, tengo que… hacer algo para ganar una apuesta.

Juan apuró su café. Luego de pagar, se encaminó muy nervioso hacia la salida.

“Creo que me he mostrado muy ingenuo al creer en todas estas historias”, pensó.

—Espere, amigo —dijo el de la barba, más preocupado que molesto—. ¿Va usted hacia esa curva ahora?

—Así es.

—Bien, ¿por qué no nos espera para que vayamos los tres juntos?

—No, muchas gracias, nada va a pasarme. Hasta luego.

—¿Ya vio la hora? —preguntó el más joven.

Juan vio molesto el reloj de pared y el suyo de pulsera y contestó decidido:

—Sí, ya la vi, y es mi hora.

Incluso la mujer que atendía tras el mostrador lo vio angustiada.

Juan arrancó y dejó un cuchicheo temeroso tras de sí.

Su corazón latía cada vez con mayor intensidad conforme se acercaba a la curva misteriosa. Revisó todas las agujas del tablero, para ver si detectaba alguna anomalía, producto de fuerzas misteriosas, pero, en un arranque de furia, golpeó con ambas manos el volante. Dos ideas contradictorias se cruzaron en su mente:

—¿Cómo pude haberme dejado sugestionar por esos ignorantes?

Y la otra:

—¡Dios mío!, ¿qué hago aquí a esta hora, lejos de la seguridad que proporciona la compañía de mis semejantes y la luz eléctrica?

Justo cuando acababa de pensar esto, escuchó un grito de horror tal, que quiso creer que se trataba de un chirriar de llantas, pero imposible, desde que había salido de la fonda no había visto ningún otro auto ni delante ni detrás de él.

—Virgen santísima, ¿qué fue eso?

El follaje cada vez era más espeso y de trecho en trecho se divisaban enormes piedras planas, muy blancas bajo la luz de los faros. Las miró con terror y se preguntó si sobre alguna de ellas vería recostado a un ser fantasmagórico.

—¡Estúpido! —se dijo—, ¡mira hacia el frente o te vas a estrellar! Qué terrible sería que a mi querida madre le fueran con la noticia…

Entonces entró en la curva.

—¡Santo cielo, qué nervios me han entrado! Más vale que disminuya la velocidad y me concentre en lo que estoy haciendo, o voy a salirme de la carretera.

Pero nada ni nadie extraño aparecía ante su vista.

De pronto, vio a una anciana de negro parada al lado de la carretera y sintió el terror subirle desde sus pies helados. ¿Era una persona de este mundo, o pertenecía a la dimensión de los muertos?

—Es una ancianita cualquiera —quiso convencerse—. ¡Pero que no levante la mano, que no me pida aventón!

El ser hizo exactamente eso.

Automáticamente Juan volteó a ver su reloj: ¡las doce en punto!

Pero no pudo detener su marcha, pese a que sabía las terribles consecuencias que ello podría traer. Al contrario, aceleró a punto de gritar y deseoso de alejarse de ahí cuanto antes.

La extraña mujer quedó atrás.

—Pobre viejecita, cómo soy ignorante. Por creer en fantasmas no he hecho mi buena obra del día al dejarla subir…

De pronto, un bulto negro se lanzó contra el parabrisas, y por una fracción de segundo pudo verla ahí, muy pálida y clavando en él una terrible mirada.

—¡Nooo!

Cerró los ojos, y cuando los abrió ese espectro había desaparecido.

Entonces sintió su presencia en el asiento trasero, y al voltear a verla…

—¡Aaay!

Al día siguiente, una grúa sacaba de una hondonada el auto desecho de Juan Camilo. En su rostro sin vida había un rictus de dolor y de pánico, que quitaría el sueño a todos cuantos lo vieron esa fría y nublada mañana. Aún no se sabe con exactitud si la niña, la mujer adulta y la anciana son varias manifestaciones de la misma persona, muerta ahí hace mucho, o si se trata de diferentes espectros, de lo que sí estamos seguros es de que, cuando viaje por carretera muy de noche, debe tratar de ir siempre acompañado.

¡Nunca se sabe qué puede aparecer ante nuestra vista!

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *