“La ética y la incoherencia”, las consecuencias de «resolver» mal nuestros problemas

CUENTO DEL AUDIOLIBRO SABIOS A SU MANERA

En mi libro sobre sabios reúno nueve relatos en que los personajes deben hallar respuestas acerca del buen vivir con base en la ética y el conocimiento, pero sus buenas intenciones pueden ser ahogadas por la propia naturaleza humana, inestable, salvaje y egoísta.

A veces la mucha edad ayuda a ver las cosas de la manera que más conviene para salir del hoyo en que la propia ceguera mete al individuo común, pero no sólo el acumular años nos enseña a vivir como se debe, sino que este aprendizaje implica una gran ayuda de Dios.

Este libro es, además de un compendio de sabiduría algo burda, una crítica y burla acerba a los poderosos amorales del mundo.

En este video les presento el primer cuento de esta obra, “La ética y la incoherencia”. Espero que lo disfruten.

El libro está disponible en Amazon, Google Play y Wattpad

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Sabios a su manera. cuentos – Sergio Gaspar Mosqueda Escritor – Wattpad

Texto del cuento «La ética y la incoherencia»

El profesor Hugster fue a dar a la cárcel de ese país extranjero por sus ideas sobre la libertad. Pero los dueños del poder decidieron ponerlo entre los criminales comunes, para bajarle los humos. Éstos, sin embargo, con ser muy peligrosos, le mostraron respeto. Él hablaba poco, pues creía que en su incultura, ellos no entenderían sus elevadas ideas sobre la bondad connatural del hombre y los medios para alcanzar la igualdad entre los individuos.

Un día fue anunciado el ingreso del sabio Durana. El hombre, famoso no sólo por su sapiencia, sino también por su buen corazón, se quedó parado en medio del patio donde acostumbraban reunirse los presos por las tardes. Era un anciano de baja estatura y mirada dulce, pero que en ese momento parecía confundido. Finalmente, fue a sentarse en un rincón.

—Maestro Durana —se acercó a él Nahib, el salteador de caminos—. ¿Por qué te han traído aquí? ¿Acaso toda tu sabiduría no te sirvió para escabullirte?

—Déjalo en paz, Nahib —dijo Ragaz, calificado por las autoridades como el más feroz asesino del país.

Ragaz en todo y en todos creía ver malas intenciones debido a que en su infancia muchos se habían aprovechado de él porque había sido débil e ingenuo. De ahí había nacido su ferocidad. Pero aún había nobleza en su corazón.

Se acuclilló frente a las blancas barbas del anciano.

—Maestro, ¿acaso los hombres buenos como tú ahora llenarán las cárceles?

Tras hacer una reverencia a Ragaz, lo cual sobresaltó al profesor Hugster, que miraba a lo lejos, el sabio contestó:

—En el libro del destino está escrito que un inocente padezca para hacer evidente la injusticia de los hombres.

—Pero ¿por qué ponerte junto a mí, el peor criminal? —preguntó Ragaz mirando al suelo.

—¡No! —respondió enfáticamente Durana y señaló hacia el gran portón—, los peores delincuentes están en el Palacio de Gobierno.

—¡Cómo! ¿Han capturado acaso a alguna banda de malhechores más fieros que yo?

Durana rio de buena gana y aclaró:

—No, sino que viven ahí y desde ahí ordenan la ruina del país, y por ello son aplaudidos por los que se benefician de esa ruina. Pero, dime, Ragaz, y no te extrañe que conozca tu nombre, pues tu fama de cruel ha llegado a los últimos rincones del país; dime: ¿no fue acaso en parte por necesidad tu primer crimen?

El hombre acercó aún más su cabeza hacia el polvo y sollozó sin lágrimas.

—¡Oh, sí, maestro Durana, fue sobre todo por hambre! La pobre anciana Runa cayó con la cabeza destrozada por mi mazo, más pesado aún por el odio que había acumulado contra la gente que me ofendía por poseer mucho más que yo, y se desangró mientras yo saqueaba su tienda. Pero ¿cómo lo adivinaste?

—No soy adivino, mi buen Ragaz, sólo extraigo conclusiones.

—¿Acaso eres mago? —preguntó Nahib, asustado.

Durana se mostró un poco indignado.

—¡No me confundas con un ilusionista barato, muchacho! La magia no existe, al menos no del modo en que ustedes la conciben. Nadie, por puro capricho, puede alterar el orden de las cosas, el orden que estableció el Creador, sin sufrir las consecuencias.

—Y ¿cuáles son esas consecuencias? —preguntó el profesor Hugster acercándose y mostrando un vivo interés en la cuestión.

El anciano le dedicó una amplia sonrisa al erudito extranjero y elevando una mano, le invitó:

—Siéntate junto a mí, hombre bueno.

El intelectual rebelde se sintió un tanto humillado al ser tratado con ese adjetivo. Le pareció ridículo, cursi; hubiera preferido ser llamado “hombre sabio”, o incluso “maestro”, pero accedió.

—Verás, buen hombre, quien intente desviar o detener un impetuoso río provocará desastres, antes de que ese río retome su curso normal. El curso normal de los acontecimientos y el comportamiento natural de los hombres tienden al bien, así que quienes, actuando como demonios, alteran esa normalidad, sólo retrasan el restablecimiento de la edad de oro, causan desastres y se exponen a ser arrastrados por los hechos, antes de que todo se reencauce por donde debe ir. Sí, todo siempre se reencauza. Entonces, ¿de qué sirve derramar sangre buscando someter el cosmos a nuestros caprichos? Pero incluso tú y yo, que jamás hemos levantado la mano contra nuestro prójimo, como ellos —señaló a los dos delincuentes comunes que tenían a su lado—, que, desesperados, arrebataron bienes y vidas, somos parte del reacomodo que viene; estamos en el ojo del huracán o, por mejor decir, entre los escombros que, arrastrados por el río que quiere ser sometido, buscan su lugar de reposo. Aun nuestra muerte serviría para el reacomodo universal.

—¿Estamos en la etapa, pues, del caos? —preguntó el profesor, no muy convencido y tragándose los gestos de burla que luchaban por asomarse a su rostro.

El sol los quemaba a todos, reflejándose en los techos de lámina bruñida de los largos pabellones donde cientos de presos se veían obligados a dormir apiñados.

—Esta era del caos ha durado milenios, y está por terminar.

—¡Milenios! —exclamaron casi a la par el salteador y el asesino, aturdidos.

—Que son un suspiro en la eternidad —enfatizó el sabio—. La edad dorada duró eones. Tanto duró que nadie sabría contabilizar, en años terrestres, ese tiempo de paz universal. En todos los mundos se vivió en hermandad. En todos los universos las creaturas actuaron ligadas al Señor nuestro Dios. Así que no desesperen. La luz del Sol espiritual llegará tal como aparece la luz del día, por más que busquen retrasarla algunos necios convencidos de que el universo ha sido hecho para su solo beneficio. Hubo un hombre que provocó una guerra en el mundo y, tras millones de muertos, perdió esa guerra y se suicidó. Pero, con todo, sólo atrasó un poco el reacomodo universal. El mundo bien pudo haberse ahorrado el dolor de millones de seres.

Esa noche se sintió un poco de frescor en los atiborrados dormitorios. En el destino estaba marcado que el sabio durmiera junto a los tres personajes con quienes había charlado esa tarde. Fueron introducidos ahí cuando las láminas aún quemaban el aire atrapado entre ellas. El calor había matado a decenas de presos a lo largo de los años y, estando sobrepobladas las cárceles del régimen, la administración estaba feliz de poder deshacerse así de unos cuantos internos. Los cadáveres generalmente iban a dar a la fosa común antes de que sus familias, pobres y sin significación alguna en la dinámica del reino, tuvieran tiempo de reclamarlos.

Mientras algunos ya roncaban, Ragaz tocó el hombro del sabio, echado sobre su hamaca, para señalarle a un hombre muy delgado que dormitaba silenciosamente.

—¿Ve a ese tipo que muestra el costillar? Pues está aquí porque robó una gallina para alimentar a su familia. Y ¿sabe cómo se dieron cuenta de que él tenía al animal que le faltaba al más rico de su aldea, que con todo y tener mil y un gallinas notó la pérdida?

—Recuerda que él no es adivino —susurró al lado Nahib, irritado—. Cuéntale cómo fue. Aunque tú no podrías entenderlo aun si vivieras mil vidas.

Ragaz echó una mirada de entendimiento a Nahib y continuó su relato:

—Pues bien, el tipo fue incapaz de matar a la… supuesta gallina. No derramaría sangre por nada del mundo. ¡Hay gente así! Y ahí tiene que el animal resultó un gallo muy joven, que poco antes del amanecer empezó a practicar su canto. Usted sabe, maestro, sonaba como si se estuviera ahogando. Como todos sus vecinos sabían que nunca el hombre, por más que trabajara, reuniría recursos para comprar un animal de ésos, lo denunciaron a la policía.

—¿Puede creerlo? —intervino Nahib—, sus propios vecinos, tan pobres como él, colaboraron con la justicia.

—¡Ustedes son unos imbéciles! —espetó el profesor Hugster desde su hamaca cercana—. No confundan las leyes con la justicia.

Ragaz lo ignoró y concluyó así la historia:

—El rico mandó matar al gallo y cocinarlo para agasajar a los policías que capturaron al “terrible” criminal.

—Y ¿por qué no convidó a los vecinos que lo denunciaron? —quiso saber el intelectual Hugster.

Ragaz levantó los hombros y los dejó caer.

—Eso podría explicarlo mejor el sabio.

Pero Durana ya dormía apaciblemente.

Al día siguiente, con asombro, los criminales y el profesor descubrieron que el sabio ya no estaba.

Había sido llamado desde muy temprano por el soberano, quien le dijo:

—Los sabios de mi corte me han dicho que lloverán desgracias sobre mi reino. ¿Qué sabes tú sobre el asunto? —sólo el soberano podía permitirse hablarle de tú a Durana—. Te lo pregunto a ti porque me han dicho que tu sabiduría supera a la de todos ellos juntos.

El anciano se mantuvo en pie frente al trono y su pequeña figura se veía aún más insignificante en medio de la enorme nave del fastuoso palacio.

—Pero siéntate aquí, en el pequeñito escabel a la izquierda de mi elevado trono.

Durana sabía que esto era así para intimidarlo aún más. El escabel era muy bajito, de basta madera y estaba a la izquierda del gobernante para indicar lo poco que valía y cuán bajo estaba en la escala social quien se sentara ahí.

Sólo ellos dos estaban en el gran recinto.

—¿Y bien? —dijo con un tono conminatorio el soberano al ver que el sabio no se movía—. ¿No piensas obedecerme? Hazlo siquiera por la confianza que te dispenso. ¿Acaso hice que te registraran antes de entrar aquí, como a cualquier otro mortal? ¿Quién puede asegurarme que no traes un puñal oculto bajo tu manto, para asesinarme? —y el rey levantó los brazos—. Mírame, yo estoy indefenso y mis guardias tardarían más en atravesar la inmensa nave de este palacio que tú en clavar una daga más de una vez en mi costado izquierdo.

—Dices bien, rey de reyes: podría haber traído un arma e intentar acabar contigo —al oír estas palabras, el rostro del soberano se puso pálido y luego rojo de ira—, pero después de ti vendría otro rey igual o peor que tú. No, de nada sirve acabar con la persona si subsiste la idea del poder del hombre sobre el hombre. Estamos en la era de la inequidad, pero pronto ha de acabar. La igualdad entre las creaturas dotadas de intelecto fue desde el comienzo y ha de durar por eones. Así que la desigualdad es temporal, aunque el que haya durado ya algunos cientos de años haya hecho creer a muchos filósofos que es el estado natural de las comunidades humanas. En cuanto a sentarme, sólo lo haré si me ofreces un trono idéntico al tuyo. Y en cuanto a tu pregunta, soy sabio, no adivino. El arte adivinatorio ni es arte ni es nada. No se puede hablar de lo que no existe. El futuro lo construimos nosotros mismos con nuestros actos. Así que quien mejor puede saber lo que puede acaecerle a uno es uno mismo. ¡Qué sé yo de todo lo que escondes en el corazón!

Luego de una pausa en que el emperador, respirando ruidosamente, parecía meditar en lo pertinente de mandar decapitar de una vez al cretino que tenía enfrente, dijo las siguientes palabras en voz baja, inusual en él:

—Pero dicen que sabes extraer acertadas consecuencias de cada incidente, por más insignificante que parezca. Respecto al trono que solicitas… —ahora la actitud del soberano era vacilante.

—Olvídalo, fue sólo retórica, sé que en todo el reino no existe uno igual al tuyo, con tanto oro revistiendo al mármol, y piedras preciosas adornando brazos y respaldo, además de las finas telas que cubren los cojines de plumas más suaves que el algodón. Y si alguien se atreviera a fabricar uno parecido, moriría en el acto. ¿Acaso no es así como proceden en este reino de la injusticia? Por cierto, he oído decir que te haces llamar el Rey Sabio. ¿Acaso no es eso un contrasentido? ¿Alguien que concentra todo el poder puede ser sabio? Oye, Ibrahim, hemos hablado mucho y no me has dado una sola muestra de tu sabiduría —el emperador se puso furioso por que el sabio lo tuteara.

—Basta de palabrería —dijo el emperador apretando los puños hasta dolerle—. Dime ya: ¿tienes algo que decirme acerca de las desgracias que se avecinan?

—Ya das por un hecho lo que los sabios de tu corte te han dicho. ¿Cómo puedes estar seguro del vaticinio basado en la lectura de las tripas de un buey… o en las de un niño? Porque ¿no es así como proceden: asesinando criaturas inocentes para extraerles los intestinos y, según sus estúpidas tradiciones, leer en ellos el destino? ¿Sabes qué leería yo en esas tripas?: ¡Crueldad e insensatez! ¡Sí, las del verdugo que corta y las del necio que se cree iluminado por dioses falsos para leer el futuro incierto en esos miserables restos!

—Nueva razón me has dado, Durana, para condenarte a la horca o al degüello. ¿Juras ahora que nuestras divinidades son falsas?

—Tan falsas como que el verdadero Dios te haya puesto al frente de un pueblo como éste, si resultas más necio que los presos que he conocido apenas ayer. Ellos delinquieron por necesidad, pero ¿y tú?

El emperador nada supo responder. Luego de unos segundos sumido en el pasmo ante la enorme dignidad que emanaba del viejo, sólo pudo gritar

—¡Ya no sacrificamos niños!

—No en el altar, tal vez.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Sabes perfectamente lo que quiero decir si recuerdas a los millones de pobres que viven en los alrededores de la opulencia. Acércate a la ventana y los verás hurgando en la basura arrojada de tu palacio para hallar algo que comer, pero no encontrarán gran cosa, claro, pues con lo que sobra de tus banquetes alimentas a tus perros. Y pensar que millones de pobres buenos sueñan ser como tú, ¡ricos y poderosos! Ah, ¡si supieran en qué basas tu poder preferirían vivir en el estiércol!

—¡Pero qué insolente! Has estado hablándome de “tú” sin que te mande degollar. Te das cuenta de tu falta y no te corriges. Esperaba que por ti mismo decidieras volver a tratarme reverentemente de “usted”, de “Su Majestad”, pero no has dado visos siquiera de considerar esa posibilidad.

—¿Ibrahim es tu nombre real, no es así? ¿Y Rey Sabio tu real nombre? Pues te he llamado y te llamaré Ibrahim, puesto que tú me has llamado simplemente Durana.

—¡Insolente! —y mandó al fin llamar a sus guardias.

A pie, Durana fue conducido por cuatro guardias de nuevo a la cárcel.

Por las concurridas calles, se cruzaron con algunos escuadrones de soldados que se dirigían a la frontera para iniciar una nueva guerra.

Por hablar en contra de esta agresión a un pueblo más débil, Durana había sido enviado a prisión. Ahora había desperdiciado la oportunidad de alcanzar su libertad. Lo único que tenía que haber hecho era inclinarse ante el injusto y prevenirlo acerca de los males que su comportamiento le atraería. Mas no era propio de un sabio intentar cambiar el rumbo de las cosas, ni conseguir beneficios a cambio de ayudar a los malvados. Aunque cabía la posibilidad de que de nada hubieran valido palabras de advertencia ni frases de consuelo; la realidad era ésta: mientras el emperador procedía a conquistar a la débil gente del desierto, Lotar, el hijo favorito del emperador, furioso contra él por haber mandado asesinar a su madre, venía en camino con un gran ejército. La falta por la que se había condenado al cadalso a la emperatriz había consistido en venerar de manera oculta al dios de su aldea, un dios sin rostro ni nombre, que manifestaba su presencia a las mujeres y hombres buenos mediante un halo de luz y una paz del corazón, infinita.

Cada fiel de este dios traducía, no en palabras, sino en acciones, su mensaje: llevaba amor y alegría a los seres cercanos y lejanos, pero nunca con gesto de autoimportancia, nunca de arriba hacia abajo, sino en un plano de igualdad; incluso pedían permiso a los pobres para otorgarles ayuda, pues en todos y cada uno de ellos veían una centella de su deidad. Este dios no convenía al emperador ni a la clase dominante que lo sostenía, así que ellos, amantes del oro, odiaron a los amantes del dios amoroso, y los aniquilaron.

Pero el emperador amaba a su hijo. Ahora, en su peor pesadilla, que no tuvo tiempo de exponer al sabio debido a que se impacientó con la insolencia del mismo, había visto a su amado Lotar apretándole la garganta hasta hacerlo morir.

Hasta la triste prisión, con los primeros destellos del día siguiente, los pregoneros trajeron la noticia de la muerte de Ibrahim, llamado ahora el rey idiota.

El intelectual Hugster, que había venido a esta patria a enseñar el valor de la libertad, en cuanto los rebeldes de Lotar abrieron las puertas de la prisión para liberarlo junto con Durana, se despidió de éste con las siguientes palabras:

—Me has ayudado a entender que es sólo el comportamiento ético el que nos coloca por encima de otros. Y aunque nos veamos subyugados a veces por los tiranos, tarde o temprano algo o alguien hará que todo vuelva a su cauce. La naturaleza misma no admite la incoherencia, ¿no es así?

Por única respuesta, el sabio dijo:

—Quien desea acumular poder, sólo hace la desgracia de otros, y la propia.

Luego echó a andar hacia su cueva.

Al doblar la esquina, tropezó con un joven de aspecto insignificante, el cual le pidió perdón por su descuido.

El sabio le palmeó la redonda e hirsuta cabeza:

—No te preocupes, Lotar. Ahora ve y piérdete en el anonimato, deja que la gente liberada sea realmente libre. ¡No cometas el error de fundar otra tiranía, pequeño rebelde!

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