Cuando se sube el muerto. ¿Lo has sentido?

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En innumerables ocasiones hemos oído acerca de la experiencia de que “se sube el muerto”. Básicamente son mujeres las que la han pasado y cuentan que ningún miedo es comparable con éste. Quienes las aterrorizan de este modo son entidades masculinas llamadas íncubos, e íncubo es una palabra de origen latino que significa “me acuesto sobre ti”. Así tenemos que los demonios o muertos varones suelen aprovechar el estado de indefensión en que se encuentran algunas mujeres cuando están a punto de dormirse, para subirse en ellas e inmovilizarlas. Por supuesto, lo que buscan es tener sexo con la víctima.

Esto nos queda del todo claro y comprobado con la experiencia de Linda Noroña, quien vivía en Iztapalapa. En una ocasión decidió irse a dormir al cuarto de la azotea, que se usaba para las visitas, debido a que debía levantarse muy temprano para ir al trabajo, pero sus hermanos pequeños no dejaban de hacer ruido.

Linda puso el seguro y se acostó de inmediato en la vieja cama de latón que había ahí. Empezaba a sentir los párpados muy pesados cuando percibió que un borde del colchón se hundía inusualmente. Inmediatamente el terror heló sus venas, pues estaba segura de que ningún otro mortal estaba con ella en ese cuarto. Pero no tuvo tiempo de gritar, pues rápidamente fue sintiendo que un gran peso aplastaba sus tobillos, luego sus muslos y finalmente sus pulmones. Se sintió impotente de hacer cualquier movimiento o de hablar para pedir ayuda. Aquel ser o lo que fuera la había inmovilizado del todo. Entonces percibió un vientecillo helado, lo cual era imposible, pues puerta y ventanas estaban perfectamente cerradas.

¿Cuánto duraría aquello? Dios, ¿qué estaba pasando? Se preguntaba ella, mientras trataba de convencerse de que se trataba sólo de un problema psicomotor producido por las tensiones del día, de una pesadilla o de algo parecido.

Mas de pronto percibió un aliento pestilente, al tiempo que sentía que algo se tallaba contra su entrepierna. ¡“Aquello” quería violarla!

Los segundos fueron eternos, el terror parecía inacabable. De pronto se oyeron pisadas en las escaleras de metal que llevaban a esa habitación y tocaron a la puerta. La experiencia terrible finalizó entonces. El peso desapareció y, libre de él, Linda lanzó un grito que estremeció a su madre, quien estaba a la puerta para darle una lamparita de noche, pues sabía que a la muchacha le daba mucho miedo dormir a oscuras, mas aquella vez, por el cansancio, Linda no había pensado mucho en los peligros que podían albergar las sombras. Entre lágrimas de terror y de ira, contó a su madre su experiencia y, acompañada de ella, bajó al cuarto que compartía con sus hermanitos Fidel y Elsita, quienes ya se habían decido a acostarse, y así pudo conciliar un poco el sueño.

Años después, cuando Elsa cumplió los once, el padre les asignó a ella y a Linda el cuarto de la azotea. Linda parecía haber olvidado su amarga experiencia de años atrás y se dispuso a pasar la noche en ese cuarto elevado que se habían esforzado en arreglar para que tuviera el toque femenino y les resultara acogedor.

Pero en cuanto apagaron la luz, notaron que un silencio pasmoso se había adueñado de las calles. No se escuchaban autos ni personas a pie. Ni siquiera las hojas de los árboles hacían ruido al agitarse. Muy raro también pues estaban en pleno marzo, mes que todos sabemos que es de mucho viento.

–¿Ya oíste? –dijo la pequeña.

–¿Qué? –respondió Linda, quien estaba a punto de dormirse, pero la voz atemorizada de su hermanita de inmediato le hizo recordar su experiencia de años atrás.

–Más bien, ¿no oyes?

Linda inmediatamente se incorporó y recargó la espalda en la cabecera de la vieja cama de latón,

–Ay, manita, por favor no me hables de ese modo, que me haces que me acuerde de algo muy feo que me pasó aquí.

–Pero es que ni siquiera los perros ladran o aúllan –y casi llorando la muchachita continuó–. ¿Qué se me hace que va a pasar algo muy feo también ahora? Vámonos para abajo, Linda, ya me entró mucho miedo.

De pronto Linda saltó de la cama lanzando un chillido.

–Y ¿ahora qué te pasa? –dijo Elsa, más espantada que furiosa–. ¡No seas estúpida! No estés de chistosa o me va a dar un infarto.

–Ay no, ay no, ay no.

–¿Qué, qué te pasó, dime?

–Párate, Elsa, ¡quítate de la cama!

La menor brincó de pronto y se quedó parada junto a Linda, viendo aterrada la cama antigua.

Se quedaron en silencio un rato y en actitud de alerta.

Linda no se decidía a contar lo sucedido ahora. Respiró profundamente varias veces, buscó las llaves con la mirada sobre una vieja cajonera y, sin quitar la vista de la cabecera, fue y las tomó.

–¿Qué te pasó, Linda, qué?

–Es que sentí como que unas uñas se me enterraban en la espalda y me jalaban el camisón.

Se encaminaron a la puerta, abrazadas, cuando escucharon que tocaban en el vidrio de la ventana que daba a la calle. ¡Pero cómo! Estaban a siete metros de altura y la pared era totalmente lisa. Las dos se pusieron a gritar con todas sus fuerzas y salieron de ahí tan rápido como pudieron.

Contaron todo a sus padres y éstos intercambiaron una mirada de entendimiento.

El señor juntó los nudillos.

–Escuchen. Ya es tiempo de que sepan algo. Mmh, bueno… Es que… esa cama la compramos usada hace muchos años, cuando yo ganaba muy poco y la familia crecía más rápido de lo que yo progresaba.

–Nos la vendió un ropavejero –añadió la señora–, quien nos dijo que la bendijéramos antes de usarla, pues en ella había muerto una persona muy mala.

–Y ¿aun así la compraron? –gritó indignada la menor de las muchachitas.

–Pues… –el señor ya no supo qué decir.

–Y no la bendijeron, ¿verdad? –dijo Linda a su vez.

–No, pero ya ven –dijo la señora con cara de regañada, tratando de justificarse–, la usamos muchos años y nunca pasó nada.

–Pero, mamá, luego de lo que te platiqué hace años, que casi me violan, ¿por qué no me dijiste nada ni hiciste que tiráramos esa cama?

–¿Que qué? –preguntó el papá, alterado, pues se le había ocultado esa información.

Entonces Linda lo refirió todo de nuevo.

El padre golpeó con coraje la mesa.

–Nunca había creído en estas cosas. Hay que hacer algo.

–Debemos bendecir esa cama –sugirió la mamá.

Al día siguiente fueron a conseguir agua bendita en la iglesia del barrio.

No había en la pila de la entrada, así que buscaron al cura y en su oficina le platicaron lo que estaba pasando con aquella vieja cama de latón. Entonces el sacerdote les habló de los íncubos.

–Malditos –exclamó el papá indignado.

El sacerdote entonces bendijo especialmente para ellos una botellita de agua y les pidió que la rociaran en toda la habitación. Por supuesto, debían deshacerse de la cama en la primera oportunidad.

En cuanto llegaron a casa, todos subieron directamente al cuarto de la azotea. Nerviosos, rodearon la cama. El padre pensaba en que no quería deshacerse de ella. Después de todo, había sido una fuerte inversión y hasta ahora no les había ocasionado contratiempos.

–Apúrense, ahorita que aún es de día –exclamó la menor de las hijas.

Linda mantuvo la botella tapada en las manos durante unos instantes. Luego, como en estado de trance, temerosa de lo que pudiera suceder, fue desenroscando la tapa poco a poco. El recipiente de plástico estaba lleno hasta el tope y, como la muchacha lo apretaba fuertemente, aún sin ser destapado del todo, dejó salir unas gotitas, que humedecieron los dedos de la chica asustada.

En esos momentos su hermano empezó a gritar fuertemente:

–¡Papá, mamá! ¡Papá, mamá! ¡Vengan pronto!

Los señores salieron aprisa para bajar y la menor de las jovencitas se preguntó en voz alta:

–¿Y ahora qué le pasa a ese loquito? Parece que lo estuvieran ahorcando.

El líquido se había ido acumulando en las manos de Linda, hasta que una gotita cayó en la cama. Apenas recibió el líquido, el colchón dio un respingo como bestia herida y una serie de ondulaciones lo recorrieron a todo lo largo.

Un tremendo alarido antecedió la bajada de las chicas por las escaleras de metal, pero con tan mal tino pisaba la pequeña, la cual iba adelante, que cayó sobre el balcón del segundo piso y se rompió un tobillo.

–¡Papá, papacito! –gritaba Linda tratando de levantarla.

–¡Ay, no, no me muevas! ¡Me duele mucho!

Pero los señores no escucharon aquel gritito débil y desesperado de Linda, pues estaban aterrados ante otro hecho sobrenatural:

Su hijo, que había estado haciendo su tarea en la mesa del comedor, miraba aterrado la tele:

–¡Se prendió sola!

El señor corrió a apagar el aparato y acarició la cabeza de Fidel, para tranquilizarlo, aunque él mismo temblaba un poco.

La mamá ya subía las escaleras, para atender el llamado de Linda.

Ya en el hospital, mientras atendían a Elsa, el señor meditó acerca de que no sería correcto transferirle la cama maldita a otra familia, así que tomó la decisión de deshacerla y enterrarla en un lugar apartado de cualquier población.

Pero luego de llevar a cabo estos planes, se empezaron a escuchar ruidos extraños en la casa, así que la familia se mudó.

Ese inmueble está actualmente abandonado y los dueños no se deciden a rentarlo, pues se sentirían directamente responsables de lo que pudiera pasar a cualquier inquilino.

La subida del muerto puede darse de un modo distinto al aquí anotado: sucedió este hecho a Matilde Soriano. Ella vivía en un cuartito de tabiques desnudos y techo de lámina junto con sus dos hijos en una colonia de la periferia de la ciudad. El marido los había abandonado y la pobre mujer vendía fruta y verdura en los tianguis. En sus labores le ayudaban sus dos hijos varones, de tan sólo 7 y 8 años de edad.

En varias ocasiones los tres llegaron a ver entre los clientes a una viejita de negro, a la que nadie en el rumbo había visto antes, y no sabían cómo es que desaparecía de pronto, sin haber comprado nada y sin que nadie viera a dónde se dirigía. El hecho se repitió en al menos tres ocasiones, pero nadie supo dar razón de aquella mujer.

La noche del último día en que se vio a la rara anciana, Matilde se despertó sobresaltada a eso de las 11, pues sintió un enorme peso sobre sus piernas. Pensando que uno de sus hijos iba a caerse de la cama, se sentó para sostenerlo, pero descubrió con tremendo susto que una anciana en traje de luto se arrastraba sobre ella para alcanzar el piso con las manos. Momentos de verdadero horror vivió la mujer, esperando que aquella anciana, que parecía pesar toneladas, terminara de bajar y desapareciera de su vista. Pero Matilde no pudo soportar mucho aquella horrenda aparición y, lanzando un alarido, cayó desmayada.

Los niños despertaron con ese grito y se pusieron a llorar, y con los berridos cada vez más fuertes que lanzaban las criaturas, llenas de miedo, Matilde tardó pocos minutos en volver en sí. Abrazó a sus hijos y con gran alivio constató que estaban bien y que ya no había nadie más en la pequeña habitación.

Inmediatamente, como por intuición, Matilde buscó todas las ilustraciones que en revistas o estampitas religiosas tuvieran imágenes demoniacas o de brujería, y las tiró al bote de la basura.

En la mañana, lo primero que hizo fue ir por un cura para que bendijera el hogar y desde entonces pudo dormir tranquila. Por cierto, entre los puestos de los mercados callejeros no se volvió a ver a aquella anciana de negro.

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