Una vez, en primavera, hubo un conejito que iba maravillado viendo surgir nuevas plantas de la tierra que había sido castigada por el frío invierno; reventaban botones a su paso dejando ver flores de todos los tonos.
–¡Oh, pero qué belleza! –se decía e iba de aquí para allá, emocionado con cada nuevo descubrimiento de lo hermoso que es el mundo.
Pasó junto a la señora gallina, contenta por llevar tras de sí una fila de pollitos recién nacidos. Otras aves cuidaban sus huevecitos que empezaban a abrirse.
–Todo se ve recién hecho –se decía el conejito brincando de aquí para allá–. La señora Muerte ha de estar muy enojada en su cueva tenebrosa. Ahorita ni quién se acuerde de ella.
Cuando se cansó de pasear, el conejito se metió a una cueva para dormir un rato, pero al despertar vio que unos hombres dejaban un cuerpo envuelto en una sábana sobre una piedra plana. Luego sellaron la puerta con una roca circular. El conejito supo que se había metido en una tumba. Pero, extrañamente, del muerto salía un dulce calorcillo, como si la vida estuviera oculta en él, esperando el momento de reanimarlo. Después de todo, ¿acaso no era primavera?
Todo el tiempo que pasó encerrado ahí, el conejo sintió paz. ¿Quién sería su acompañante? Empezó a adivinarlo y soñó con la respuesta.
El domingo siguiente, abrió muy bien los ojos ante la luz blanca que rápidamente invadió la tumba. La sábana flotó y de repente sobrevino una explosión multicolor. En cuanto pudo ver bien, el conejo descubrió a un amable hombre de barba que le sonrió.
–Hola, amiguito. ¿Sabes qué día es hoy?
–Domingo –respondió feliz porque el joven le acariciaba la cabeza.
–¡Eso es! ¡Y es Pascua, el día del resurgir de la vida! ¿Y sabes quién soy yo?
¡Por supuesto que el conejo lo sabía!
–¡Sí, tú eres el Hijo de Dios!
–¿Te gustaría llevar la buena noticia a todos? –dijo el joven e hizo aparecer una canasta con huevos multicolores de dulce y chocolate–. Regálalos principalmente a los niños. ¡Que todos sepan que la vida siempre renace y que nunca hay razón para la tristeza! –abrió la tumba sin tocar la roca circular con sus manos.
Dos soldados que cuidaban el lugar cayeron desmayados y el Resucitado fue a buscar a sus amigos para avisarles que había vencido a la Muerte. El conejito se fue feliz con la canasta de huevos de Pascua y, desde entonces, todos los años los deja frente a las puertas como símbolo de la Resurrección.
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Muchas gracias, Braufabrik, por tu alentador comentario. Un saludo.