La tamalera asesina, leyenda de terror basada en la nota roja

• Video del canal Con M de Miedo, narrado por la escritora Martha Guerrero C.

• Investigación y recreación de los hechos por el escritor Sergio Gaspar Mosqueda.

–¡Tamales, ricos y deliciosos tamales! –gritaba tarde y noche doña Trinidad por las viejas calles de esta ciudad capital, durante los años sesenta y parte de los setenta del siglo pasado, pues su desgracia, si es que puede llamarse así a lo que acaeció, habría de darse en 1971.

Esta historia está incluida en el libro Leyendas mexicanas de terror, disponible en Amazon en versión electrónica y para imprimir, tanto en tapa blanda como en tapa dura.

La mujer habitaba en la colonia Portales, en Pirineos número 15, y se quejaba amargamente de su suerte, al tener que mantener a un marido desobligado y agresivo con la venta de sus tamales.

Sucedió que el 18 de julio de 1971, Pablo Díaz, el abusivo esposo, se echó a la bolsa el dinero del gasto para costearse sus vicios. La mujer entonces lo enfrentó:

–Pero ¡mira nomás!, y con qué voy a darles de comer a mis hijos. Ya déjate de maldades y devuélveme ese dinero. Además, hay muchos otros gastos que…

Pero en ese momento un fuerte golpe de Pablo la hizo callar. Entonces Pedro, el hijo mayor, trató de defender a doña Trini, mas nada consiguió sino tremendo revés.

–¡A mi hijo no me lo toques, desgraciado! –reclamó la mujer cada vez más airada, aunque dolida por el puñetazo, pero recibió una nueva andanada de golpes y fue a dar contra el piso.

La mujer se quedó llorando junto a su hijo en tanto el marido iba por alcohol. Entonces pareció planearlo todo.

Minutos más tarde, mientras veía a su desobligado compañero ingerir uno y otro vaso de vino, arrimó un bat a la vieja cama donde éste se hallaba recostado y espero… espero…

A su lado se hallaban Pedro y su yerno, Mario Reséndiz, y todos parecían estar en silencioso acuerdo acerca de lo que se debía hacer con aquel hombre nefasto.

Apenas escuchó el primer ronquido, doña Trinidad, la que parecía tener más agallas de todos los ahí presentes, asió el bat por lo más delgado y se fue acercando cada vez más al rostro de su marido.

Pablo parecía dormir con la paz de los justos cuando sintió que algo duro chocaba contra su frente. Reaccionó de inmediato y trató de asir el arma con que era atacado, más la tamalera fue más veloz, libró el bat de los dedos de Pablo y asestó un nuevo golpe, éste más severo que el anterior. ¡Y lo hizo una vez más! ¡Y otra! ¡Y otra! La sangre empezó a brotar y a manchar la almohada y las raídas cobijas.

Aun cuando el hombre había dejado de moverse, doña Trinidad volvió al ataque, jadeando, y no se detuvo hasta que sus compañeros le aseguraron que había pasado el peligro y que aquel malvado individuo jamás volvería a perturbar la armonía familiar.

Resollando por el tremendo esfuerzo que debió hacer, la mujer, que a la sazón contaba con cuarenta y cinco años, aventó el bat ensangrentado y astillado a un rincón, se retiró los canosos mechones de pelo de su sudorosa frente y miró a su hijo y a su yerno.

–¿Y ora qué hacemos?

–Pues… –dijo el mayor de los hijos sin salir aún de su estupor.

–¡Qué hacemos con el maldito cuerpo, por favor, díganme!

Para asegurarse del todo que el hombre con el cráneo desecho era ya un cadáver, el yerno le tomó un brazo y lo dejó caer. Luego dijo fríamente:

–Pues no queda de otra más que… hay que cortarlo en pedacitos. Hay que echarlos por aquí y por allá para que no los descubra la poli.

–Pero ¡cómo se te ocurre semejante…! –empezó a protestar la mujer, pero al darse cuenta de lo terrible de la acción recién cometida, buscó una silla y se acomodó, con la vista perdida, intentando adaptarse psicológicamente a su nueva situación.

Tras unos minutos de terrible silencio, espetó con su voz hombruna.

–¡Ora pues! –e irguiéndose llamó a su hijo–: Tú, tráete… trae… ¡lo que encuentres para cortar a este hombre!

Pedro volvió con una segueta y un cuchillo cebollero. Doña Trini consideró que no era suficiente y por ello pidió prestada un hacha pequeña a la dueña de la vecindad.

No le fue fácil a la mujer desprender las piernas de Pablo, de 53 años, pues la carne, pese a estar fláccida, lene, estaba bien agarrada de los huesos. Viéndola tan fatigada, entró en su auxilio su hijo, que había trabajado un tiempo en una carnicería. Mientras se aguantaba las ganas de vomitar, Pedro siguió con los brazos.

Descansaron un rato y luego prosiguieron con su tétrica labor.

–Pedro, Mario, vengan a ayudarme, ¿qué no ven que la cabeza le pesa horrores? –y la desprendió del tórax.

–Ponme esto en una olla, m’ijo. Una olla con agua, o en el bote pa’ tamales, y luego préndele a la lumbre –en su estado de enajenación mental, la mujer parecía creer que estaba elaborando sus tamales y que debía aprovechar al máximo la carne –. Ándale, a fuego alto, para que se cueza bien.

–Consígueme unos costales –pidió después a su yerno y se echó fatigada sobre el colchón en que poco antes yaciera su marido. Dormitó un poco entre manchas de sangre y trozos de cráneo con cabellos enredados.

Era entrada la madrugada cuando doña Trinidad coció los costales en que había puesto el torso y las extremidades de Pablo Díaz y en los que se leía “Conasupo: Maíz y frijol”. Luego, con ayuda de los hombres que habían estado con ella en todo momento, puso los bultos debajo de su cama.

–Ora sí, vamos a ver qué se hace mañana con esto.

–¿Y la cabeza, ’amá?, ¿ya le apago?

–¿Ya hirvió bien? Debe estar bien cocida –decía ella ahora más relajada, tras cumplir con lo más pesado de su “trabajo”–. Sí, que esté bien hervida, así la carne dura más y más se aprovecha… Hay días en que los tamales nomás no se venden y…

 Los muchachos se quedaron aún más consternados de lo que ya estaban. ¿Acaso pensaba vender a su marido en tamales?

–Sí, sí –dijo doña Trinidad tocando la cabeza de Pablo con un tenedor–. Ya está bueno. Voy a apagarle y ya a dormir, ¿eh? Mañana vemos qué se hace con eso.

El día siguiente transcurrió sin que nadie echara de menos a Pablo Díaz. Después de todo, el hombre iba y venía sin nunca avisar a nadie, y se perdía hasta por semanas con sus compañeros de farra de otros rumbos, y quién sabe –aunque es lo más seguro– si con alguna que otra amante.

La tensión dentro del hogar de la tamalera pareció pasar inadvertida, pero los participantes en los escalofriantes hechos que acabamos de referir, se retorcían las manos y se angustiaban en parte por la culpa y en parte por el deseo de deshacerse cuanto antes de los restos mortales que guardaban ahí.

En cuanto oscureció y las calles quedaron desiertas, doña Trinidad dio la orden.

–Órale, apúrenle, saquen esos costales de ahí. Rápido, rápido, ahora que no va nadie por la calle.

De pronto escucharon un claxon y de la casa de enfrente salió una muchacha muy arreglada para ir a cenar con el novio. El hijo mayor de la tamalera se quedó con el costal en el quicio de la puerta, tratando de mostrar tranquilidad, y detrás de él, el yerno jalaba hacia adentro para ocultar el bulto.

–¡Sí, sí, metan eso! –dijo doña Trinidad entre dientes–, ¿qué no ven que se está escurriendo la sangre?

Entonces fue rápido por una jerga mientras los muchachos cerraban la puerta. La señora se puso a limpiar el piso y ordenó que llevaran aquel costal al baño.

–Se ha de haber volteado algo y de ahí se escurrió. Échenle agua hasta que ya no escurra la sangre.

El siguiente intento fue exitoso. El trío se dirigió hasta la colonia Justo Sierra, a un terreno que servía como basurero del barrio y ahí arrojaron los restos mortales de Pablo.

–Ya, ya, ahí déjenlo. Que se lo coman los perros. Vamos por el otro costal.

Al sacar el segundo bulto, el hijo pidió:

–Ya quédese aquí, ’amá. Este bulto no pesa y vemos bien por dónde vamos. Pero… Y ¿la cabeza de mi ’apá?

–Por ahí la tengo. Orita te la enseño.

El muchacho salió extrañado junto con su cuñado y al volver fue de inmediato al lado de su madre, al cuartito que le servía como bodega a la señora.

–¿Quieres ver? –dijo ésta señalando un viejo mueble. Ahí, en un gran bote, estaba la cabeza, terriblemente deformada. Haberla hervido por tanto tiempo había dejado irreconocibles las facciones de Pablo Díaz.

Al salir de ahí, el muchacho vio unas ollas y cazuelas con más carne aún.

–Y por qué no nos llevamos eso también –dijo el joven–. Por ahí andan muchos perros. Hiérvelo o fríelo y los llamamos…

–No, espérame, hijo –dijo ella como alelada acercándose a los últimos restos mortales de su marido–. Creo que podemos hacer algo mejor con esto, para reponer en parte lo que ese borracho de tu padre se bebió. Así ya no vamos a tener que comprar carne. ¡Préndele, préndele, hijo!

Al día siguiente, tercer día del asesinato de Pablo Díaz, nuevamente se escuchó el característico grito de doña Trinidad por la colonia:

–¡Tamales, ricos y deliciosos tamales! ¡Cuántos va a llevar! ¡Hay verdes, rojos, de mole! ¡Y de dulce pa’ sus escuincles!

–¡Mamá, mamá! –gritaba un niño desde una ventana hacia el interior de una humilde vivienda–, ahí vienen los tamales. ¿Me compras uno?

–Sí, pues. Dile a doña Trini que se detenga tantito.

–Doña…, doña… Que se pare.

La mujer de hecho lo hizo frente a la panadería “La Tapatía”, donde acostumbraba expender su mercancía.

Al poco rato, doña Trinidad estaba rodeada de varios de sus asiduos clientes.

Mientras saboreaba un rico tamal en salsa verde y le daba uno de dulce a su pequeña hija, la más anciana decía:

–¿Y por qué no había venido, Trini? Ya sabe que aquí se le quiere y que siempre le compramos sus tamalitos, de menos uno.

–Pos sí que están ricos. Sí que están sabrosos, ¡umm! –decía el zapatero.

–¿Ya no tiene de mole, reinita? –preguntó el sastre–. Hace rato me llevé unos y de veras que están mejor que antes. Como que ora sí ya les puso más carne, oiga, ¡ya hacía falta!

–Ay, aquí doña Trini siempre nos consiente. Verdad, mujer –decía la esposa del zapatero buscándole el rostro a la sonrojada tamalera–. Pero ¿ora qué tiene? No me diga que ya se le quitó lo platiconcita. Um, pa’ mí que ya tiene novio la mujer –y entonces vino por fin la fatal pregunta–. Oiga, por cierto, ¿dónde anda el borracho de su marido? Ya no lo he visto. Yo creo ora sí se largó para siempre.

–Pues sí es cierto –advirtió el carnicero–. Antes lo veía uno de menos dándose sus tumbos allá entre la pulquería y la cantina –y el señor buscó también el rostro de la callada mujer–. ¿Qué se ha hecho ese hombre, Trinidad?

Ella abrió los ojos lo más que pudo, mirando el tamal rojo que el carnicero degustaba, y por un momento dio la sensación de que iba a soltar un alarido o iba a caer desmayada.

Ya como entre lejanos ecos oyó el resto de las voces:

–¿Qué le hizo a su marido? ¡A ver, díganos!

–A menos denos un consejo pa’ quitarnos de encima a los ¡ha-ra-ga-nes!

–Pero ¿qué te pasa, mujer? Si yo todo el día estoy remendando zapatos pa’ darle lo mejor a mi reinita –y se oyó el chasquido de un beso.

–¡Mamá, mamá, ya se me antojó uno de mole verde! ¡Ya vi que sí tienen harta carne! ¿Me compras uno? ¡Ándale! ¡Ándale!

De pronto doña Trinidad pareció volver en sí y, esquivando a sus clientes, buscó alejarse de ahí lo más rápido que sus cansadas piernas se lo permitían, empujando su pesado bote de tamales.

–Oiga, pero si no le he pagado.

–¡Mamá, ya se va! ¿Por qué no le dijiste que quería otro?

Pero una desagradable sorpresa tendría la mujer esa misma noche en su domicilio. Mientras planchaba, llamaron a la puerta y salió con su gesto adusto, tratando de demostrar la mayor serenidad posible.

Eran un mayor y tres agentes de la policía capitalina.

–¿Es usted la esposa de Pablo Díaz?

A tan sólo unas horas de haber tirado el cuerpo de su marido, los vecinos de la Justo Sierra habían llamado al barrendero para que retirara los costales, pues supusieron que estaban llenos de pollos en descomposición, debido a que muy cerca había una granja.

Los agentes policiacos fueron llamados por los vecinos. Así se hallaron los restos y en poco tiempo creyeron resuelto todo el caso. Para empezar, descubrieron que Pablo Díaz tenía antecedentes penales y supusieron que su alta agresividad debió orillar a su mujer a asesinarlo y, tal vez, a hacerlo tamales. Pero de esto último nada se pudo comprobar, pues los que venían en el bote que jalaba la pobre mujer eran todos de pollo y res, como pudieron comprobar más tarde los peritos, en cuanto tuvieron en sus manos lo que creían que era parte del cuerpo del delito.

Trinidad fue detenida junto con Mario y Pedro frente a la vecindad que habitaran. Los vecinos se arremolinaron en cuestión de minutos.

–¡Vamos al chisme! ¡Vamos al chisme! –gritaban con la algarabía propia de la gente que, sumida en su triste miseria, pocas oportunidades halla para la distracción.

Pero al enterarse de la causa del arresto, varios hombres, mujeres y niños se alejaron rápidamente con tremendas ganas de vomitar. ¿Se habrían comido al marido de doña Trinidad?

Las autoridades, aun cuando no estaban seguras de que alguno de los tamales hubiera sido hecho con carne humana, para evitar un serio problema se salud y moral, decidieron emitir una alerta sanitaria, de modo que quienes hubieran consumido tamales de doña Trinidad se sometieran a exámenes médicos. Pero nadie quiso confirmar sus sospechas de haber comido parte del cuerpo de Pablo Díaz, quien se había desempeñado al final de su vida como peluquero del Departamento del Distrito Federal.

Incluso se dice que hubo un caso de suicidio, de un joven enfermero que, al recibir de su novia un tamal, creyó descubrir indicios de que había sido elaborado con carne humana. Pero entre el besuqueo y el agradecimiento por aquel exquisito manjar, no tomó en serio el dato, hasta que se enteró de todo el asunto por medio de los periódicos. No pudiendo soportar la idea de haber comido parte de un cristiano, se ahorcó en su habitación.

El asesinato del peluquero impregnó de malas energías la colonia Portales, especialmente los alrededores de la calle Pirineos. Actualmente no es raro escuchar a los transeúntes hablar de que en las casas viejas de la zona se encienden solas las luces de algunas habitaciones, y que de pronto se siente un fuerte olor a tamales mezclado con un aroma dulzón, que un emigrado judío que escapó de los campos de concentración nazis, donde murieron millones de personas de origen semita, comparó con el olor que salía de los crematorios.

No hace mucho se refirió en el corrillo de ancianos que se junta a veces en las calles, que escucharon claramente los gritos de doña Trinidad, poco después de que ésta muriera en prisión. Pero nadie quiso esperar a que el espectro de la mujer se les acercara y, como pudieron, echaron a correr al interior de sus casas.

Entre el ulular del viento de aquella terrible noche de julio se volvía a escuchar, como en 1971: –¡Tamales, ricos y deliciosos tamales! ¿Cuántos va a llevar? ¡Hay verdes, rojos, de mole! ¡Y de dulce pa’ sus escuincles!

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