Leyenda de “La esposa fiel”, Michoacán

Del libro Pactos con el Diablo

Juan de Aragón era un hombre acaudalado, pero, como todo buen cristiano, gentil y compasivo. Contaba con aproximadamente 40 años, pero aún no se había casado. Muchos rumores corrían acerca de la razón por la que no había formado una familia. Varias historias circulaban, unas más descabelladas que otras, pero lo único cierto era que todavía no llegaba a su vida la mujer de sus sueños.

Entre sus propiedades se encontraba una mina, la cual constantemente cambiaba de encargado, pues frecuentemente ocurrían accidentes y en ellos habían perdido la vida varios administradores.

A aquella región llegó el joven Pedro Aranda exclusivamente a dirigir la explotación de los yacimientos de plata. A su edad, contaba ya con una vasta experiencia en esta labor. Juan lo recibió en la mina y procedió a mostrarle el sitio. Pedro quedó satisfecho y dijo que se incorporaría al día siguiente a trabajar. Su nuevo patrón lo invitó a cenar por la noche para conocer a su familia.

Pedro y su lozana esposa Ana llegaron a la cita puntualmente. Formaban una feliz pareja, cuya dicha sólo era empañada por la falta de hijos. Al ser presentada con el nuevo patrón, éste quedó prendado de la belleza y simpatía de doña Ana, por lo que se desvivió en atenciones con ella. Por supuesto, la mujer no dio pie a galanteos y se mostró únicamente agradecida por el empleo dado a su marido, con quien era muy cariñosa; le procuraba todo y lo llenaba de atenciones, situación que atrajo más la atención de Juan.

Así pasó el tiempo y él se convenció de que Ana era la mujer de sus sueños, aquella a la que había estado esperando durante toda su vida, pero su honorabilidad no le permitía cortejar a una mujer casada. Juan fue resignándose poco a poco a tener que renunciar a la ilusión de contraer matrimonio, pues sabía que no hallaría a otra mujer como ella.

Mas la fatalidad habría de llegar a la vida de estos tres personajes, pues una tarde sucedió un accidente en la mina que dejó algunos heridos. A Pedro lo señalaron como el culpable de los hechos y fue aprehendido. Se le condenó a cinco años de prisión y se estableció que sólo obtendría su libertad si resarcía los daños, para lo cual se le había fijado una fianza.

Aunque el trabajo de Pedro era muy bien remunerado y les permitía vivir holgadamente, no era suficiente para cubrir lo requerido; por ello, Ana comenzó a tejer algunas carpetas y a bordar algunas mantas para venderlas afuera de la parroquia. La venta era buena, sin embargo, el tiempo apremiaba y lo conseguido hasta este momento no alcanzaba ni para cubrir la mitad del monto solicitado por la autoridad.

Ana, triste y desesperada, ya no sabía qué hacer; todas las noches lloraba y al amanecer se colocaba compresas frías en los ojos para quitarles la inflamación que le producía el llanto constante. No quería que Pedro se percatara de lo mucho que sufría cuando iba a visitarlo, pero él la conocía perfectamente y sabía que se encontraba muy afectada.

Una noche, entre tantos sollozos, una idea invadió la mente de Ana. Se dijo que era el único modo de sacar a su marido de la cárcel y tenía que intentarlo. Muy temprano salió de su hogar y se dirigió a la finca de Juan de Aragón, quien desayunaba cuando los sirvientes le informaron que ella deseaba verlo.

Al salir, Juan vio a la mujer muy abatida. Ana, con lágrimas en los ojos, le pidió dinero para sacar a su esposo de la cárcel. Por amor a éste, ella se había atrevido a ir a aquella casa aun a costa de exponer su honor ante la sociedad, pues todo mundo sabía que De Aragón estaba perdidamente enamorado de ella y podía hacerle una proposición indecorosa, tratando de sacar provecho de su situación.

–Es sólo un préstamo y se lo pagaremos pronto, ya verá.

Debido a que una de las virtudes de Juan era la nobleza y la compasión, y a que no soportaba ver en ese estado tan deplorable a su amada, le dio el dinero que tanto necesitaba sin condicionamiento alguno. Sin embargo, los rumores comenzaron a correr entre la población.

Ella inmediatamente llevó el dinero a la comandancia y su marido recuperó su libertad. Días después, muchas mujeres le retiraron el saludo a Ana, los hombres la insultaban y le fue prohibida la entrada a la iglesia; además, los comerciantes no querían venderle nada. La mujer levantaba el repudio general a su paso, debido a la supuesta infidelidad en la que había incurrido para conseguir el dinero. Todos la tachaban de esposa infiel.

Los comentarios llegaron a oídos de Pedro, quien al principio hizo caso omiso, sin embargo, las dudas y los celos comenzaron a apoderarse de él y Ana empezó a ser víctima de su hostigamiento.

Pedro continuamente le preguntaba qué había sucedido en realidad aquella mañana y siempre obtenía la misma respuesta: “Nada”. Una noche, él no pudo soportar más y la corrió de la casa.

No se volvió a saber de Ana durante un buen tiempo, hasta que un día apareció muerta en uno de los parajes de la región. Hubo quien dijo que Pedro la asesinó y abandonó en ese sitio; otros más decían que alguno de los pobladores le arrancó la vida convencido de que había cometido un pecado imperdonable.

Desde que la había corrido de su casa, Pedro soñaba todos los días con Ana. La veía sumida en una profunda depresión, triste y desesperada como cuando él estaba en prisión; pero el sueño siempre terminaba en la casa del dueño de la mina. Pedro, envalentonado, llegó hasta este lugar y pidió hablar con Juan de Aragón, quien, visiblemente desconsolado, lo recibió y confirmó lo dicho por Ana: nada había sucedido aquella mañana. Uno de sus sirvientes estaba de testigo.

Extrañamente, uno a uno, los criados de Juan de Aragón, excepto el que presenció la súplica de Ana, fueron muriendo de una enfermedad desconocida; habían sido precisamente ellos quienes propagaron el falso rumor de los amoríos entre la esposa de Pedro y su patrón.

Después, la sombra de la muerte visitó las casas de todas las demás personas que de alguna manera dudaron de la honorabilidad de Ana. Pedro desapareció sin dejar rastro y Juan nunca se casó, aunque en noches de luna llena, desde la terraza de su casona contemplaba extasiado el campo, donde una figura espectral flotaba y levantaba los brazos hacia él. Le gustaba imaginar que se trataba del fantasma de Ana, que después de muerta volvía a suplicarle que convenciera a todo el mundo, pero sobre todo a su marido, de su inocencia.

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La época posterior a la Conquista española podría llamarse la del oscurantismo de América, por comparación con la Edad Media u oscurantismo europeo que concluía en el Viejo Continente cuando arribó Cristóbal Colón a estas tierras que creyó que eran las Indias.

A los virreinatos establecidos por la Corona española en el Nuevo Mundo se trasladó el Santo Oficio o la Inquisición, con toda su carga de prejuicios, equivocadas interpretaciones de la Biblia, torturas y abusos, y ello, sobre todo en la Nueva España, territorio del México antiguo, hizo que se dispararan las supersticiones y el terror a ser acechado por brujas, demonios o por la misma Muerte.

En efecto, en el México colonial, de calles poco iluminadas y casonas con sótanos y pasadizos secretos, así como minas ricas en oro y plata que enloquecían de ambición a los hombres, se suscitaron infinidad de historias que rayan en la leyenda, muchas de las cuales hablaban de pactos con el Diablo.

Aunque se podría pensar, por lo hasta aquí dicho, que se trataba sólo de creencias absurdas de la gente, en varios casos quedaron evidencias que parecen confirmar que lo sobrenatural y maléfico se adueñó de aquella época. Lo invitamos a adentrarse en las 19 historias que hemos recogido para usted de ese México siniestro y perturbador de la Colonia. Entre otras, aquí se nos habla de la leyenda del Charro Negro y de la China Hilaria.

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