¿De qué trata? Había un cuarto Rey Mago que no pudo llegar a tiempo al pesebre por ir repartiendo perlas a los necesitados, las cuales pensaba regalar al niño Dios. Al final encuentra al Salvador, pero cuando ya lo están crucificando. Cuando Cristo resucita se le aparece y le dice que no ha fracasado, pues las perlas que dio a los pobres se las dio a él mismo.
Se cuenta que hubo un cuarto Rey Mago, quien también vio brillar la estrella sobre Belén y decidió seguirla. Como regalo pensaba ofrecerle al Niño un cofre lleno de perlas preciosas. Sin embargo, en su camino se fue encontrando con diversas personas que iban solicitando su ayuda.
Este Rey Mago las atendía con alegría y diligencia, e iba dejándole una perla a cada una. Pero eso fue retrasando su llegada y vaciando su cofre. Encontró muchos pobres, enfermos, encarcelados y miserables, y no podía dejarlos desatendidos. Se quedaba con ellos el tiempo necesario para aliviarles sus penas y luego proseguía su marcha, que nuevamente era interrumpida por otro desvalido.
Sucedió que cuando por fin llegó a Belén, ya no estaban los otros Magos y el Niño había huido con sus padres hacia Egipto, pues el Rey Herodes quería matarlo. El Rey Mago siguió buscándolo, ya sin la estrella que antes lo guiaba.
Buscó y buscó y buscó… y dicen que estuvo más de treinta años recorriendo la tierra, buscando al Niño y ayudando a los necesitados. Hasta que un día llegó a Jerusalén justo en el momento que la multitud enfurecida pedía la muerte de un pobre hombre. Mirándolo, reconoció en su rostro algo familiar. Entre la sangre y el sufrimiento, podía ver en sus ojos el brillo de aquella estrella. Aquel miserable que estaba siendo ajusticiado era el Niño que por tanto tiempo había buscado.
La tristeza llenó su corazón, ya viejo y cansado por el tiempo. Aunque aún guardaba una perla en su bolsa, ya era demasiado tarde para ofrecérsela al Niño que ahora, convertido en hombre, colgaba de una Cruz. Había fallado en su misión y, sin tener a dónde ir, se quedó en Jerusalén para esperar que llegara su muerte.
Apenas habían pasado tres días cuando una luz aún más brillante que mil estrellas llenó su habitación.
¡Era el Resucitado que venía a su encuentro!
El Rey Mago, cayendo de rodillas ante Él, tomó la perla que le quedaba y extendió su mano mientras hacía una reverencia. Jesús la estrechó tiernamente y le dijo:
—Tú no fracasaste. Al contrario, me encontraste durante toda tu vida. Yo estaba desnudo y me vestiste. Yo tuve hambre y me diste de comer. Tuve sed y me diste de beber. Estuve preso y me visitaste. Y fue así porque yo estaba en todos los pobres que atendiste en tu camino. ¡Muchas gracias por tantos regalos de amor! Ahora estarás conmigo para siempre, pues el Cielo es tu recompensa.