Volumen 1: Antigua Grecia, Antigua Roma, Antiguo Egipto, América y China. Con contexto cultural y sinopsis de cada lectura.
Esta antología de casi 200 páginas reúne textos seleccionados cuidadosamente para complacer a todas aquellas personas amantes de este tipo de relatos, pero al mismo tiempo busca satisfacer la curiosidad de los investigadores del tema, así que este libro puede leerse de principio a fin o emplearse como material de consulta, por lo que resulta muy útil para profesores y alumnos.
Cada cultura que se aborda en este volumen va precedida de una breve explicación sobre sus principales características y su importancia. Además, cada uno de los textos está antecedido de una sinopsis con el título “¿De qué trata?”, para dar un adelanto de la lectura y guiar así al público hacia sus preferencias o asuntos de interés para una determinada investigación.
Estamos seguros de que sabrás aprovechar al máximo las características del presente material, elaborado con detalle pensando en ti, en tus gustos y en lo provechoso que es ampliar día con día nuestro conocimiento de este bagaje cultural, ya que los mitos y leyendas suelen ser parte del habla cotidiana y a ellos se dirigen muchos guiños tanto en películas como en series de televisión, canciones, etcétera. ¡Así que no dejes pasar esta oportunidad de sumergirte en la gran herencia cultural que el mundo tiene para ti!
Aquí se halla una gran cantidad de historias tomadas de la Antigua Grecia, de la Antigua Roma y del Antiguo Egipto, así como de buena parte de América y de China. Seguramente chicos y grandes disfrutarán con todos estos relatos que buscan darle una explicación a todo lo creado, incluido el mismo hombre.
Para el segundo volumen, de próxima aparición, hemos reservado los textos pertenecientes a culturas tan interesantes y disímiles como Europa, África, el Cercano Oriente, la India y los grupos de gitanos.
A continuación les comparto uno de mis textos incluidos en este amplio volumen.
El tlacuache y el coyote
¿De qué trata? Un coyote hambriento es engañado varias veces por un tlacuache, que quiere comerse sus tunas y luego a él. El tlacuache, luego de inventar el fuego, le lanza brasas al coyote con su cola y fue así cómo perdió los pelos de la misma.
Ay, pero cómo le crujen las tripas al coyote, que va por el monte a ver qué halla de comer. De pronto ve al gordo tlacuache tumbado de espaldas junto a una roca.
—Mmmh —se relame—, ¡pero qué buena comida voy a tener! Se acerca despacio al tlacuachito, que no lo nota porque está muy entretenido pelando tunas y comiéndoselas golosamente, chupando el jugo que le escurre por sus manitas.
—¡Dulces y jugosas tunas! ¡Qué rica golosina! —dice el comelón. De pronto le llega un mal aliento; voltea lentamente y se horroriza al ver al hambriento coyote.
Los bigotes del coyote le hacen cosquillas al tlacuache en una orejita y se rasca con su peluda cola, porque en tiempos de los abuelos, los tlacuaches tenían una cola tan esponjosa como la de las ardillas.
El tlacuachito tiene mucho miedo, pero se lo aguanta, y sólo dice, como si nada:
—¿Qué hay, nicniu?
Debes saber que nicniu significa “mi amigo” en la lengua de los aztecas.
Viéndose descubierto, el coyote se puso rojo de vergüenza y sólo pudo contestar:
—Pues por aquí nomás, viendo qué hay —en eso le tronaron de nuevo las tripas y el tlacuache estiró una manita con la palma hacia el cielo:
—¿Y ahora? —dijo—. ¡Como que nos llueve, coyotito!
—No, no son truenos. Es que tengo bastante hambre… —dijo apesadumbrado el coyote, de pronto sus ojos se fijaron en la enorme panza del tlacuache y de su hocico escurrió mucha saliva.
Adivinando que se proponía comérselo, el tlacuache le dijo:
—Pues prueba mis tunas, nicniu. Mira, te voy a pelar una.
—¿Tunas? ¿Y cómo saben?
—Bien dulces, ya verás, toma —y le extendió una.
Al coyote le encantó.
—Te gustó, ¿eh? Ahí te va otra.
—Ah, deliciosa, dame más —dijo el coyote con los ojos cerrados, relamiéndose.
El tlacuache aprovechó que no lo veía y le dio ahora una tuna sin pelar.
—¡Aaay! Me has espinado todo el hocico, tlacuache. ¿Tlacuache? ¡Ven acá, no corras!
Pero ya el tlacuachito se había perdido en una nube de polvo.
Tras mucho buscar, el coyote vio al tlacuache descansando junto a la boca de un agujero.
—Ahora sí te voy a comer, por haberme llenado de espinas mi hociquito.
—¿Yo? ¿A qué hora, nicniu?
—¡Ahora verás! —exclamó el coyote amenazando con saltar sobre su presa.
—No, coyotito, yo te voy a conseguir comida, pero mira, debo cuidar a mis hijitos, que están durmiendo allá adentro del agujero, que es mi madriguera. Si yo me voy, se van a despertar. Pero si quieres, tú quédate y los meces.
El coyote siguió al tlacuache al fondo de la madriguera. Ahí había una hamaca en que se veían tres bultitos. El tlacuache meció suavemente la hamaca y luego le dio a su visitante el lazo con que lo hacía.
—Te toca. No tardo, compadre —dijo el tlacuache y salió volando de la cueva.
El coyote, no acostumbrado a mecer crías, empezó a hacerlo cada vez más bruscamente y de pronto sintió que lo picaban por todo el cuerpo.
—¡Ay, ayayay!
Y salió corriendo perseguido por muchas hormigas. Lo que pasó es que el tlacuachito las había puesto cuidadosamente en la hamaca en tres costalitos.
Cuando el dolor de los piquetes se le calmó un poco, el coyote fue de nuevo en busca de su enemigo, al que encontró recargado con una mano en una elevada roca. De inmediato le reclamó:
—Mira cómo estoy de picoteado. Y todo por tu culpa. Me hiciste sacudir los bultitos y que se enojaran las hormigas.
—Ay, nicniu. Pero si yo he estado aquí todo el día —el tlacuache colocó entonces la otra manita en la roca y puso cara de que estaba haciendo un gran esfuerzo.
El coyote se le quedó mirando, muy extrañado, y le dijo:
—Pero ¿qué haces?
—¿No te digo que he estado ocupado aquí toda la mañana? Me encargo de que no se caiga esta roca que sostiene el cielo.
—¡No me digas!
—Pues si no me crees —el tlacuache quitó una mano de la superficie de la roca y luego fue alejando la otra, para angustia del que lo observaba, hasta que sólo dejó la punta de un dedo pegada a la piedra.
—¡No, no, espera, tlacuache! Sí te creo. Por favor, no la sueltes. ¡No quiero morir aplastado! Ahora veo que no podré comerte mientras sostengas el cielo con ayuda de esa piedrota.
—Pues entonces ven, ahora tú sostenla. Anda, ayúdame, que yo ya me cansé.
—Bien, voy —y puso sus garras en la piedra—. Pero, mientras tanto, ¿tú qué harás? ¡No se te ocurra escaparte de nuevo, porque entonces…! —el animal elevó sus garras como para lanzarse sobre su presa.
El tlacuache, caminando de espaldas para alejarse, gritó alarmado:
—¡Cuidado! ¡No te distraigas! Ay, el cielo se nos viene encima.
—¿Eh? ¡Oh, sí, perdona! Lo olvidé —dijo el coyote agarrando de nuevo la enorme roca y viendo que no se hubiera inclinado ni tantito. Cuando volteó, se dio cuenta de que ahora estaba solo.
El Sol fue avanzando en su camino por el cielo y después de un buen tiempo el coyote se sintió desfallecer de cansancio. Como sudaba mucho, cambiaba de vez en cuando de mano para secarse el rostro. En una de esas, sintió punzadas en el lomo por culpa de los piquetes y entonces ocupó la única mano que tenía sobre la piedra para rascarse. Tras unos segundos ocupado en sus menesteres, descubrió el engaño en que había caído. La roca se mantenía en su sitio y el cielo no se venía abajo.
Entonces lanzó un aullido de coraje.
Casi para anochecer, el coyote encontró de nuevo al tlacuache. Estaba junto a una laguna.
—Ahora sí voy a desquitarme de todo lo que me has hecho.
Y sus tripas rugieron furiosamente, pues su hambre se había vuelto casi insoportable.
—No, nicniu. Mira, estoy comiendo un rico quesito y voy a convidarte.
—¿Eh, quesito? ¿De verdad?
—Sí, mira qué grande y redondo es —y el tlacuache le enseñó al coyote la imagen de la luna reflejada en el agua.
—Pero acércate más, para que le des una buena dentellada.
Cuando el coyote se había parado en una piedra resbalosa a la orilla del agua, el gordo tlacuache le dio un empujón. El chapuzón por poco y salpica al tramposo, que a saltos se alejó del lugar.
Luego el tlacuachito se la pasó recogiendo ramitas por un buen rato, hasta que anocheció completamente.
—¿Qué haces, tlacuatsin? —le dijo su prima la rata.
—Aquí nomás juntando mi leña.
—¿Qué? Y ¿eso para qué?
—Ahora verás, primita.
Y el tlacuache se puso a frotar la punta de una rama en un palito seco, hasta que brotaron chispas y luego el fuego. Así fue como el tlacuachito inventó la lumbre. Atraídos por la luz, se fueron juntando muchos animalitos, saliendo de las piedras, de agujeros y de entre los árboles.
Ahora, por estar tan oscuro, el coyote tardó un poco más en encontrar a su enemigo, pero al fin pudo hallar al tlacuache por la muchedumbre que estaba con él alrededor de la lumbrada y se reía de sus ocurrencias en contra el coyote.
—Pobre —decía la rata—, va a agarrar tremenda calentura por caerse a la laguna a estas horas.
Del puro coraje, el coyote lanzó un aullido e hizo correr a todos, menos al tlacuache, que de la sorpresa no pudo mover sus patas.
—Pero ¿qué te pasó, nicniu? ¿Por qué vienes todo mojado?
—¡No te hagas y prepárate para entrar en mis fauces!
—Está bien, me has atrapado, pero antes de que me comas, ven y siéntate junto a la lumbre para que se seque tu pelaje, no vayas a agarrar una enfermedad.
—Mmmh —el coyote temía volver a ser engañado.
—Nada malo va a pasarte esta vez —insistía el otro.
—Bueno, está bien —y el coyote se sentó sobre su cola, junto al fuego. Poco a poco, el canto de los grillos y el calorcito que recibía su tembloroso cuerpo, hicieron que le fuera dando sueño.
Cuando el tlacuache estuvo seguro de que su invitado se había dormido, acercó su propia cola al fuego y la uso para lanzarle brasas al coyote, que empezó a achicharrarse, pero tardó en darse cuenta de lo que estaba pasando, pues estaba durmiendo profundamente y soñando con que se comía al tlacuache. En cuanto despertó, comenzó a aullar y a dar de brincos, mientras el tlacuache, con su cola chamuscándose, se perdía en la oscuridad. Fue así como el tlacuachito, luego de inventar el fuego, perdió los pelos de su cola.