Les comparto el primer capítulo de mi novela histórica En el laberinto, el cual ya está disponible en Amazon y también en Wattpad (https://www.wattpad.com/1215313332-en-el-laberinto-el-amor-eterno-en-el-laberinto). BIENVENIDOS TODOS SUS COMENTARIOS. Igualmente los invito a ver el booktrailer en YouTube.
¡Qué ingenua!
Adriana mira el lago que tiene enfrente, apoyada en la ventana de su habitación; gira el rostro a la derecha y ve el muelle donde un pequeño velero compite en albura con las nubes. La servidumbre se afana en el salón para el banquete de mañana, en que será presentada a la sociedad del Valle del Dragón, perdido en la Sierra del Harz. Un par de días después un banquete más en honor de un personaje importante, del que dependía la carrera política de su marido.
–Será una buena época –le había dicho su esposo, el duque Franz Herz–. El comienzo de la mejor era de la humanidad. Luego del gaudeamus, tendremos una reunión a puerta cerrada.
Ahora todo esto es de ella y, sin embargo, algo la hace sentirse vana. En su mente retumban los gritos salidos del Hospital de Infantes frente al que pasó ayer en el carruaje de Franz; en su memoria destellan las caras sucias y flacuchas de los chiquillos encerrados en la Casa para Huérfanos de Guerra que encontraron poco antes de entrar en esta campiña; ah, y la gente pedigüeña que colmaba los escalones que llevaban a los templos.
Adriana siente el día pesaroso; va hacia la cama y la mira en toda su extensión. Está recién casada y no se siente feliz. ¡Qué ingenua! Cómo pudo creer que el simple hecho de casarse la haría sentirse menos miserable a como se sentía al lado de su madre y de su hermana. Además, ni siquiera sabía si realmente había amado a Franz desde un principio o se había forzado a amarlo. Algo de placer había, sí, pues, después de todo, Franz le había parecido siempre muy atractivo, pero el desvanecimiento de su ánimo se seguía dando, como desde niña, la niña mimada de papá.
–Pobre papá.
El toro de mamá lo había herido de muerte una mañana de cielo enrojecido. Una mañana en que ella misma se sentía malvada y había herido momentos antes a una comadreja con el azadón.
En cuanto su marido la dejó sola, pensó en recorrer toda la casa, de la que apenas conocía una pequeña parte; también le hubiera gustado viajar en el velero; todo lo que tenía que hacer era llamar a ese señor… ¿cuál era su nombre? Tenía uno raro que empezaba con… ¡Cómo demonios iba a aprenderse los nombres de toda la servidumbre que se formó apenas ayer a la entrada de esta enorme propiedad para darle la bienvenida y serle presentada! ¡Eran decenas! Y, la verdad, no sentía fuerza para memorizar… Era este maldito cansancio del alma, este spleen del que tanto hablan los escritores románticos. Ah, más valía que dejara de pensar y se acostara, pero sólo de pensar en quitarse el vestido y ese engorroso corsé, ¡y todo lo demás!; para ello tenía a sus doncellas, pero, de donde ella venía, las chicas acostumbraban vestirse y desvestirse solas, bañarse solas y, a veces, hasta comer solas. No estaba acostumbrada a las muchedumbres y menos en las tareas íntimas. Intentó soltar los listones de la cintura y la espalda, pero sus dedos le dolieron, se le torció un músculo y terminó por acostarse vestida…
Estuvo un tiempo intentando relajarse, el sueño venía y se iba como agua bamboleante; no tenía la intención de dormir, sólo de despejar esa bruma que de vez en cuando caía sobre su ánimo… Era tan joven, ¡apenas diecinueve!, y ya le dolía el cuerpo… y el alma. ¡Ay, este dolor indefinible, insufrible, esta desgana de vivir…! ¡Esto es horrible! No puede localizarse su sitio en el cuerpo ni en la mente, es un dolor que lo invade todo y a la vez parece no estar en nada. Si fuera como una comezón, o como un mal que carcome la piel…
Ah, qué cansancio. O ¿es que estoy aburrida? Pero, si este fuera el caso, habría que admitir que me aburro profundamente desde niña, pues estos periodos de desgana me han tirado en cama varias veces… Y me han puesto de un humor de los mil diablos, cuando no en un estado de latencia, de muerte en vida. ¡Si no fuera porque soy hermosa! Y qué bueno que se fue Franz, mi dulce y amado señor, el rico heredero de la familia Herz, justo antes de que fuera incapaz de ocultar esta acedia. Así le llaman los monjes a esta desdichada condición del alma que incluye mucho de melancolía. Pero melancolía me parece un término suave, como referido a un mal que hasta cierto punto se disfruta; es la melancolía una tristeza algo ubicable en el tiempo y en el espacio; en cambio, la acedia es quizá el extrañar lo que no existe o la plena conciencia de que no vamos hacia ningún lado, que nuestra vida es un accidente en el universo, que son otras fuerzas las que deciden nuestros rumbos y virajes y no nuestra voluntad. Los ingleses le llaman depresión a todo este infierno y los franceses le dicen el mal del siglo… Y ¡cuántos no se han suicidado ya tras leer el Werther de Goethe!
Agitó con desgana las cortinas con hilos de oro que cubrían su enorme lecho.
Ay, ¿hasta qué grado mi voluntad es la que me ha traído a este palacio? ¿En realidad deseaba esto? Ciertamente, ni siquiera al aceptar a mi marido ante el cardenal estaba segura de qué suelo pisaba.
De pronto tuvo que taparse la boca con ambas manos, con fuerza, pues un alarido había estado a punto de escapársele al ser plenamente consciente de que estaba viviendo a ciegas, a desgana. Ay, muy malo era darse cuenta hasta ahora de que era una impostora, un accidente en la vida de su marido, quien parecía estar muy seguro de lo que hacía, de los porqués y paraqués.
Trato de poner la mente en blanco, de no pensar, de creer que esto pasaría pronto, creer que al día siguiente todo se le habría olvidado y que, en medio del banquete, empezaría a disfrutar… ¿sólo si bebía, como había visto hacerlo a las damas elegantes que estuvieron en su boda en la casona que su marido heredó en la región de donde ella venía, perdida en algún lugar de Prusia, en esa región cercana a Francia, donde tanto alboroto había ahora, tantas guerras y tanta sangre y mucho se hablaba de un tal Napoleón?
Le habían convidado un poco de champaña y el mareo le había hecho olvidar esta pesadez del alma. ¡De modo que por esto celebraban tanto el vino los romanos! ¡Alabado sea Baco!, se había dicho a sí misma y a punto había estado de gritarlo. En la casa de su padre era impensable la presencia del vino y ella toda su soltería la vivió sin paliativo alguno de su desgana de vivir. En cambio, gracias al champaña de pronto había sentido vivos deseos de bailar haciendo grandes contorsiones. Su tía Eudora, de no muy pocos lustros, viejísima en una palabra, y además soltera, por poco consigue despojarse de su amplio vestido una vez que el elíxir del dios Baco la había encantado; si no hubiera sido porque la silla en que se subió se vino al piso, ¡Dios mío!, sólo de pensar en el espectáculo. Jaja. Pero, ay, no, qué pena. Con esas piernas flacuchas. ¿Podrá casarse aún, habrá un solo hombre que la pretenda, siendo, como todo mundo sabe, que los hombres ante todo pretenden la belleza y la juventud?
Al final de la fiesta, poco quedaba del porte y la elegancia de los caballeros y del encanto de las damas. Todos tenían las ropas desajustadas, fuera de su sitio. El espectáculo era muy triste. En algún rincón había vómito y algún noble caballero se había mojado los pantalones. Ella no había seguido bebiendo, y al disiparse la leve embriaguez que adquirió, descubrió en todo su esplendor que… que casi todo mundo había vivido fingidamente unas horas, que ca-si todos, en un grado u otro, estaban buscando el modo de asirse a la vida, a las sensaciones, al carnaval, por vacuos, por perdidos, por… farsantes. Por estar manipulados por una especie de hilos invisibles y sin saber quién demonios los mueve, ni hacia dónde.
Ahora se preguntaba: ¿Había conocido a Franz por accidente, o una fuerza sobrenatural lo había puesto en su camino, así como esa fuerza la había hecho tan bella al grado de que a él poco le importó que no perteneciera a la nobleza, si bien tampoco era una pobre y poco instruida mujer del campo? En su familia había habido importantes funcionarios, hasta un consejero del emperador. Así que él nada tenía que reprocharle en cuanto a finura de trato. No era una salvaje, claro, pero tenía que aprender una serie de costumbres absurdas que imponía la etiqueta. En unas horas, ¡ay, qué fastidio!, con lo cansada que estaba, vendría su instructora de modales, y luego sus profesores de inglés, francés e italiano; su marido quería que ella al menos supiera responder el saludo en tres idiomas, ¡al menos eso!, pues sus amigos provenían de muy diversas partes de Europa. Pero el inglés no se me da para nada. En el instituto jamás pude con ese idioma monosilábico.
Escuchó pequeños pasos en los peldaños de madera que conducían a su puerta. Se levantó de la cama lo más aprisa que el plomo de su espíritu le permitía. No quería que la vieran acostada durante el día. ¿Qué iba a decir la servidumbre?, ¿que la gente de fortuna se aburría? Pobrecitos, ellos que desempeñaban sus duras labores con el consuelo de creer que no todas las personas eran infelices, que las posesiones daban dicha, ¿qué dirían al verla tan abatida? ¡Oh, no! Se sentirían despojados de su único alivio.
No, yo no puedo permitirme cometer tal crueldad.
Que soñaran, que siguieran soñando con que los bienes materiales nos hacen sentirnos satisfechos y bien plantados en esta vida, la verdad era que, como lo decía uno de sus escritores preferidos, el ser humano era una bestia siempre insatisfecha, al contrario del león y otras fieras, que tras satisfacer sus necesidades elementales se tumban a dormir, hasta que sus instintos los impulsan de nuevo a la acción. El ser humano no, él puede conseguir todo lo que anhela y seguirse sintiendo inquieto, ansioso, vacío.
Llamaron a la puerta.
–Su almuerzo está preparado –dijo una dulce voz de campesina.
–Gracias, salgo enseguida.
Al abrir la puerta, Adriana vio la sombra de su pelo enmarañado sobre la alfombra del pasillo y mientras se pasaba las manos por su largo pelo castaño, trató de poner una sonrisa en su pálido rostro. Al levantar la vista, al conseguir elevar un poco más los párpados, se encontró con la dulce sonrisa de Gretchen, una delgada y muy linda sirvienta quizá de su misma edad, a quien recordaba muy bien del día anterior; llevaba un brazalete con muchas estrellas. ¡Cuántas! Había sido su rostro el único amable entre toda la servidumbre. En los demás había creído notar envidia, codicia y hasta ansias asesinas. Después de todo, ¿no acababan de decapitar los sansculottes al rey de Francia? Y la preocupación del día era que el ejemplo cundiera entre los pobres de todo el mundo.
¡Hay que parar a Napoleón!, gritaban los ricos de todas partes.
Comió a solas mirando con tristeza los lujos que la rodeaban, viendo relucir la plata de sus cubiertos.
No pudo terminar el guisado y se dirigió a la biblioteca. Leyó un poco de todo, sin concentrarse en nada. Movía sus rodillas inquieta y se mordía los labios. Miró la botella de vino dejada sobre una mesita pero se negó a beberla. Hojeó el Werther y sintió que la sumía más en la tristeza, pero que al mismo tiempo le inyectaba vida. Estaba estremeciéndose con el pasaje en que la tormenta del bosque se describe como reflejo de la tormenta del alma cuando entró Gretchen.
–Está en la antesala Fräulein Schmetterling, su instructora de modales. ¿Le digo que espere?
–No, Gretchen –y murmuró como para sí–: ¡Ay!, no sé por qué estoy leyendo esto –se levantó.
“Si al menos Fedra hubiera venido conmigo. Charlar con mi hermana me alivia un poco esta depresión”, se dijo al poner otra vez el libro en su sitio. Y vaya que estaba seriamente deprimida, era como un hundimiento de tierra, pero tierra anegada, fría, con agua estancada y sin vida en ella.
Ese día la clase de etiqueta comenzó sobre la mesa del comedor.
–Bien –dijo la paciente instructora–, voy a indicarle el uso correcto de las copas –llamó a Gretchen palmeando–. Por favor, traiga todo el juego.
Beber. No era tan mala idea. En todas las tardes como ésta, de acedia, estar ebria sería el mejor modo de no deprimirse. Volteó hacia el ventanal: a través de las tristes flores coloridas, el campo verdísimo y fresco, lleno de vida silvestre, le pareció tétrico, impostor, como si estuviera falseando que se sentía muerto, como ella.
–¿Me está escuchando, señora?
Ella trató de sonreír y de poner atención, pero su mirada volvía a huir a través de los cristales una y otra vez…