Pongo a su consideración mi libro de cuentos acerca de sabiduría, filosofía, crítica política, ética y teología tanto en Wattpad (aquí los iré subiendo poco a poco) como en Amazon (aquí se puede pedir impreso).
Este libro reúne cuatro relatos en que los personajes deben hallar respuestas acerca del buen vivir, o las han hallado, y buscan aplicar acciones correctivas basadas en la ética y el conocimiento, pero estas herramientas básicas para todo individuo pueden ser ahogadas por la propia naturaleza humana, inestable, salvaje y egoísta.
A veces la mucha edad ayuda a ver las cosas de la manera que más conviene para salir del hoyo en que la propia ceguera mete al individuo común, pero no sólo el acumular años nos enseña a vivir como se debe, sino que este aprendizaje implica una gran ayuda de Dios.
Este libro es, además de un compendio de sabiduría algo chabacana, una crítica y burla acerba a los poderosos amorales del mundo. ¿Te interesa?
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La ética y la incoherencia
(Fragmento)
El profesor Hugster fue a dar a la cárcel de ese país extranjero por sus ideas sobre la libertad. Pero los dueños del poder decidieron ponerlo entre los criminales comunes, para bajarle los humos. Éstos, sin embargo, con ser muy peligrosos, le mostraron respeto. Él hablaba poco, pues creía que en su incultura, ellos no entenderían sus elevadas ideas sobre la bondad connatural del hombre y los medios para alcanzar la igualdad entre los individuos.
Un día fue anunciado el ingreso del sabio Durana. El hombre, famoso no sólo por su sapiencia, sino también por su buen corazón, se quedó parado en medio del patio donde acostumbraban reunirse los presos por las tardes. Era un anciano de baja estatura y mirada dulce, pero que en ese momento parecía confundido. Finalmente, fue a sentarse en un rincón.
—Maestro Durana —se acercó a él Nahib, el salteador de caminos—. ¿Por qué te han traído aquí? ¿Acaso toda tu sabiduría no te sirvió para escabullirte?
—Déjalo en paz, Nahib —dijo Ragaz, calificado por las autoridades como el más feroz asesino del país.
Ragaz en todo y en todos creía ver malas intenciones debido a que en su infancia muchos se habían aprovechado de él porque había sido débil e ingenuo. De ahí había nacido su ferocidad. Pero aún había nobleza en su corazón.
Se acuclilló frente a las blancas barbas del anciano.
—Maestro, ¿acaso los hombres buenos como tú ahora llenarán las cárceles?
Tras hacer una reverencia a Ragaz, lo cual sobresaltó al profesor Hugster, que miraba a lo lejos, el sabio contestó:
—En el libro del destino está escrito que un inocente padezca para hacer evidente la injusticia de los hombres.
—Pero ¿por qué ponerte junto a mí, el peor criminal? —preguntó Ragaz mirando al suelo.
—No —respondió enfáticamente Durana y señaló hacia el gran portón—, los peores delincuentes están en el Palacio de Gobierno.
—¡Cómo! ¿Han capturado a alguna banda de malhechores más fieros que yo?
Durana rio de buena gana y aclaró:
—No, sino que viven ahí y desde ahí ordenan la ruina del país, y por ello son aplaudidos. Pero, dime, Ragaz, y no te extrañe que conozca tu nombre, pues tu fama de cruel ha llegado a los últimos rincones del país; dime: ¿no fue acaso en parte por necesidad tu primer crimen?
El hombre acercó aún más su cabeza hacia el polvo y sollozó sin lágrimas.
—¡Oh, sí, maestro Durana, fue sobre todo por hambre! La pobre anciana Runa cayó con la cabeza destrozada por mi mazo, más pesado aún por el odio que había acumulado contra la gente que me ofendía por poseer mucho más que yo, y se desangró mientras yo saqueaba su tienda. Pero ¿cómo lo adivinaste?
—No soy adivino, mi buen Ragaz, sólo extraigo conclusiones.
—¿Acaso eres mago? —preguntó Nahib, asustado.
Durana se mostró un poco indignado.
—No me confundas con un ilusionista barato, muchacho. La magia no existe, al menos no del modo en que ustedes la conciben. Nadie, por puro capricho, puede alterar el orden de las cosas, el orden que estableció el Creador, sin sufrir las consecuencias.
—Y ¿cuáles son esas consecuencias? —preguntó el profesor Hugster acercándose y mostrando un vivo interés en la cuestión.
El anciano le dedicó una amplia sonrisa al erudito extranjero y elevando una mano, le invitó:
—Siéntate junto a mí, hombre bueno.
El intelectual rebelde se sintió un tanto humillado al ser tratado con ese adjetivo. Le pareció ridículo, cursi; hubiera preferido ser llamado “hombre sabio”, o incluso “maestro”, pero accedió.
—Verás, buen hombre, quien intente desviar o detener un impetuoso río provocará desastres, antes de que ese río retome su curso normal. El curso normal de los acontecimientos y el comportamiento natural de los hombres tienden al bien, así que quienes, actuando como demonios, alteran esa normalidad, sólo retrasan el restablecimiento de la edad de oro, causan desastres y se exponen a ser arrastrados por los hechos, antes de que todo se reencauce por donde debe ir. Sí, todo siempre se reencauza. Entonces, ¿de qué sirve derramar sangre buscando someter el cosmos a nuestros caprichos? Pero incluso tú y yo, que jamás hemos levantado la mano contra nuestro prójimo, como ellos —señaló a los dos delincuentes comunes que tenían a su lado—, que, desesperados, arrebataron bienes y vidas, somos parte del reacomodo que viene; estamos en el ojo del huracán o, por mejor decir, entre los escombros que, arrastrados por el río que quiere ser sometido, buscan su lugar de reposo. Aun nuestra muerte serviría para el reacomodo universal.
—¿Estamos en la etapa, pues, del caos? —preguntó el profesor, no muy convencido y tragándose los gestos de burla que luchaban por asomarse a su rostro.
El sol los quemaba a todos, reflejándose en los techos de lámina bruñida de los largos pabellones donde cientos de presos se veían obligados a dormir apiñados.
—Esta era del caos ha durado milenios, y está por terminar.
—¡Milenios! —exclamaron casi a la par el salteador y el asesino, aturdidos.
—Que son un suspiro en la eternidad —enfatizó el sabio—. La edad dorada duró eones. Tanto duró que nadie sabría contabilizar, en años terrestres, ese tiempo de paz universal. En todos los mundos se vivió en hermandad. En todos los universos las creaturas actuaron ligadas al Señor nuestro Dios. Así que no desesperen. La luz del Sol espiritual llegará tal como aparece la luz del día, por más que busquen retrasarla algunos necios convencidos de que el universo ha sido hecho para su solo beneficio. Hubo un hombre que provocó una guerra en el mundo y, tras millones de muertos, perdió esa guerra y se suicidó. Pero, con todo, sólo atrasó un poco el reacomodo universal. El mundo bien pudo haberse ahorrado el dolor de millones de seres.
Esa noche se sintió un poco de frescor en los atiborrados dormitorios. En el destino estaba marcado que el sabio durmiera junto a los tres personajes con quienes había charlado esa tarde. Fueron introducidos ahí cuando las láminas aún quemaban el aire atrapado entre ellas. El calor había matado a decenas de presos a lo largo de los años y, estando sobrepobladas las cárceles del régimen, la administración estaba feliz de poder deshacerse así de unos cuantos internos. Los cadáveres generalmente iban a dar a la fosa común antes de que sus familias, pobres y sin significación alguna en la dinámica del reino, tuvieran tiempo de reclamarlos.
Mientras algunos ya roncaban, Ragaz tocó el hombro del sabio, echado sobre su hamaca, para señalarle a un hombre muy delgado que dormitaba silenciosamente.
—¿Ve a ese tipo que muestra el costillar? Pues está aquí porque robó una gallina para alimentar a su familia. Y ¿sabe cómo se dieron cuenta de que él tenía al animal que le faltaba al más rico de su aldea, que con todo y tener mil y un gallinas notó la pérdida?
—Recuerda que él no es adivino —susurró al lado Nahib, irritado—. Cuéntale cómo fue. Aunque tú no podrías entenderlo aun si vivieras mil vidas.
Ragaz echó una mirada de entendimiento a Nahib y continuó su relato:
—Pues bien, el tipo fue incapaz de matar a la gallina. No derramaría sangre por nada del mundo. ¡Hay gente así! Y ahí tiene que el animal resultó un gallo muy joven, que poco antes del amanecer empezó a practicar su canto. Usted sabe, maestro, sonaba como si se estuviera ahogando. Como todos sus vecinos sabían que nunca el hombre, por más que trabajara, reuniría recursos para comprar un animal de ésos, lo denunciaron a la policía.
—¿Puede creerlo? —intervino Nahib—, sus propios vecinos, tan pobres como él, colaboraron con la justicia.
—¡Ustedes son unos imbéciles! —espetó el profesor Hugster desde su hamaca cercana—. No confundan las leyes con la justicia.
Ragaz lo ignoró y concluyó así la historia:
—El rico mandó matar al gallo y cocinarlo para agasajar a los policías que capturaron al “terrible” criminal.
—Y ¿por qué no convidó a los vecinos que lo denunciaron? —quiso saber el intelectual Hugster.
Ragaz levantó los hombros y los dejó caer.
—Eso podría explicarlo mejor el sabio.
Pero Durana ya dormía apaciblemente.
Al día siguiente, con asombro, los criminales y el profesor descubrieron que el sabio ya no estaba.