La primera vez que escuché la historia de la bruja que se quitó las piernas y se las volvió a colocar, sentí un terror infinito y miedo incluso a voltear a ver el enorme cerro en cuyas faldas se encontraba nuestra casa.
Era yo un niño impresionable pero, a veces, intentaba convencerme de que esas señoras dedicadas a hacer el mal, principalmente a niños pequeños, eran una exageración, una leyenda, hasta que un día, alrededor de las 12 de la noche, mientras junto con mi hermano dos años mayor que yo esperábamos ver llegar del trabajo a nuestro padre, algo nos hizo voltear hacia la esquina de la calle de arriba y vimos a tres ancianas vestidas de negro y con las cabezas cubiertas por una especie de capucha, mirándonos fijamente. Inmediatamente intuimos que no eran mujeres normales, no se nos hicieron conocidas y era demasiado noche como para que estuvieran como cuervos sobre la gran roca rectangular que estaba frente a la casa de uno de nuestros amigos.
Corrimos inmediatamente buscando el refugio del hogar, olvidándonos completamente de nuestro padre, pues supusimos que nosotros seríamos las posibles presas y no él.
Ahora que lo pienso, lo siento por nuestro amigo y compañero de escuela, quien tuvo fuera de su ventana por un rato a esas horribles criaturas de la noche.